lunes, 11 de agosto de 2014

El mar ya no tiene significado

La hora que estoy seguro que no tengo se me escapa en un temblor, en un susurro, se me escurre, en los puños arrugados, en las líneas de las manos y el cuerpo. Va a llegar un momento en que todo ese tiempo ausente explote, en aquel reloj o en otro, en este, y explotará para siempre, esparciendo el silencio y los cuervos desde lejos hacia lejos. Entonces, ya nada me habrá mañana o ayer. Ya ni el mar tendrá significado.
La Ciudad se me construye enorme a cada paso. Más asfalto se vuelve, y más enorme se hace a cada paso, y más lluvia vieja piso entonces, y más pasos tras mis pasos a cada paso sospecho, sospecho que son mis pasos los pasos que piso mientras más enorme y lluvia se hace la Ciudad a cada paso, y más enorme se hace. ¡Y más enorme! ¡Y gris! Lluvia, rincones y veredas sin esquinas, que son pasillos justo antes de lograr el parpadeo. 
Yo sólo creo recordar el camino a casa, o a una casa cualquiera, media en ruinas detrás de un antifaz. En ruina también los ojos que no se pueden esconder.
- ¿Hay algo que pueda esconder los ojos?
- No. Porque los ojos no están sólo en los ojos.
No recuerdo quién dijo qué. Ni si fui yo, si estuve ahí... Pude haberlo imaginado. Como esta noche imaginaria de faroles rotos, tal vez sí sentida por mí, pesadilleada por mí, acurrucado en uno de esos cordones como un perro o niño de esquina. Y la lluvia nunca está de más.

Porque hay un rincón en el mar que nunca visité. Es que no me atrevo. Casi sólo por ese miedo me escribo: para que el espejo no me espere despierto, ni tampoco me sueñe, porque cuando llegue el momento, y el tiempo ausente explote, ninguna metáfora del mar me salvará de la tierra, que es mía, y ni siquiera quiero.