viernes, 28 de febrero de 2014

Cuadernos

En las mudanzas siempre aparecen cosas que se escondían de los ojos de la rutina. En las mudanzas siempre los rincones se desnudan, y a veces, algunos recuerdos se clavan en tu piel.
Ahora tengo papeles con letras de personas que decían quererme, pero que no les reconozco la letra. Tengo una foto más con mi papá sonriendo y yo en pañales, que terminó en el álbum, junto a la del tío. Entre los vasos que nunca usamos, había una petaca de vodka de $7.50, oculta para alguna previa frustrada y luego olvidada. Tengo también el primer cuaderno que me compré con mi propia plata -que ganaba vendiendo diarios todavía-, cuando decidí, en una esperanza, ser feliz y escritor. Junto a éste estaba el cuaderno del taller que creí haber perdido, repleto de tachones, algunas manchas de café y dibujos de sombras; todavía tiene muchas hojas en blanco. Encontré una llave más que no sé qué abre, y que terminó en el llavero de papá. Tengo mis boletines de primaria, llenos de buenas notas y caritas sonrientes, con mensajitos de las señoritas y la directora que me deseaban buena suerte y felices vacaciones.
Resulta que ahora tengo más cosas que las que puedo tener. Al menos clavadas en la piel.
Tal vez deban, de nuevo, esconderse.
Y yo con ellas.


Dentro de los cuadernos encontré aún más cosas. Pequeñas cosas y sueños, que no sé porqué en el momento me parecieron interesantes. Luego no. Ahora sí. Muchos proyectos, muchos pajaritos que murieron sin saber volar. Creí que descubriría a otra persona en esos renglones. Pero no. No somos tan diferentes.

*No importa a qué hora pases. Ese hombre siempre está jugando al solitario.

*Bariloche. Sobre la montañas, la ventisca acompaña mis pasos y endurece mis dedos. Se puede respirar los fantasmas cálidos que odian el frío. A lo lejos, el Nahuelhuapí se transforma en un espejo natural... El lago lejano duplica el cielo. ¿Dónde empieza el cielo y empieza la tierra? Las montañas me miran. El susurro helado del viento es mi consejero más confiable, porque me dice que me quede.

*POLIESTER. Buen nombre para detective. Pensar en algo.

*De origen incierto. Permanece en la soledad alejado. Muy pálido, labio llanos, mirada vacía, un sombrero, alto, flaco, pieses pies pequeños. Nadie sabe quién es. Él tampoco, no recuerda.

*Unos días antes, Daniel había arreglado con una agencia para vender sus fotos... Fotos que todavía no había sacado aún. Pero no se preocupó. Era otoño. El otoño era su fuerte. Tomó su cámara y se dirigió al bosque... No es que yo que soy.. esté preocupado. Pero todavía no volvió.

*En algún hospital de Portugal, murió Pessoa. Según los médicos, en su habitación lo acompañaron, en sus últimos momentos, su madre y su hermana. Él vio a muchas, muchas más personas. Y todas vestían su cara.

*Alguna verdad: No me gusta dormir y no soñar. Me parece un desperdicio.

*Una mañana.
  El café, la sonrisa
  Y su camisón.

*El hombre más solo del mundo extraña a más personas de las que conoce.

*Un psiconauta se pierde entre los bosques, ciudades y mares de su propia mente. Acaba de descubrir que no se conoce.

*Volví a casa en la madrugada. Me moría de sueño, la verdad. Adentro todo estaba oscuro. Avancé hasta la escalera de caracol que iba a mi habitación. Apenas subí el primer escalón, dudé. ¿Era esa mi casa o una igual a la mía? Seguí subiendo. Temí que alguien más, otro yo, estuviera durmiendo en mi cama, tal vez, soñandome subiendo por la escalera de caracol. Abrí la puerta. Y allí estaba yo.

*UN CASAMIENTO DE ESQUELETOS. Pensar en algo. ---------> Demasiado Tim Burtom

*Viajando en un micro de Córdoba repleto de pasajeros estaban Pablo y su familia. De repente, Pablo vio cómo un camión se descontrolaba en el carril lateral y se colocaba en el camino del micro. Los gritos activaron sus reflejos y trató de ajustarle desesperadamente el cinturón de seguridad a su hermanita, mientras el conductor del micro hacía sonar la bocina y descartaba definitivamente la posibilidad de evitar el choque.

*Estaba perdido de nuevo en esa ciudad, pero esta vez no era oscura sino pálida, y no sentía terror, sino soledad. Las ventanas eran espejos pero no me reflejaban. Los edificios como paredes, se cerraban, y el cielo blanco se hizo metal. No encuentro... no puedo salir.

*Perdido en esa ciudad, entre sus calles y callejones, me encontré con una mujer. Era alta y oscura, más oscura que los edificios que nos rodeaban. Me acerqué porque tenía algo que decirme. Me mira de cerca... no era bella, pero tampoco horrible. De su cuello surgió una mano negra huesuda que comenzó a estrangularme. No pude defenderme.

*¿Quién es Ramiro?

*Las sombras avanzaban rápido sobre la pared. El hombre corría, intentaba escapar... Una vez al año, las sombras se escapan. Y se vengan.

*Alguna verdad: Tengo sueño y quiero un beso de mamá.

domingo, 23 de febrero de 2014

Los juegos de Rocambole

El mar nos llamaba a todos. Nos invitaba a jugar, oscuros y contentos, a los sapos de otros pozos, al único rincón de la Ciudad, al único pedacito en que las estrellas aún tenían un lugar para brillar, a excepción tal vez, de aquel escenario bajo tierra. Sí, el mar nos llamaba a todos, pero no lo oíamos, aturdidos por las luces de las avenidas y los colectivos. Sólo la dulce Cenicienta escuchó su voz, y fue ella la que nos guió, un poco a la aventura, otro poco a ser felices.
Resistiendo la tentación de mandar todo al demonio, a la popa, y zambullirme en una locura con demasiados precedentes, dejé que el mar sólo me empapara los pies descalzos. Mis ojos buscaron un horizonte que esa noche decidió no existir, y en esa nada sublime encontré un paisaje algo perturbador. Cenicienta también estaba ahí, disfrutando del frío mojado. Mirando un poco lo que nos rodeaba, dije:
- Esta playa es fea. Mirá las escolleras, es como si la encerraran.
- A mí me gusta. Es linda - fue todo lo que contestó.
La simpleza de la verdad me hizo callar. El ave no deja de ser bello en la jaula, ni la música en la caja, ni la sombra siguiéndonos, ni la sonrisa en los ojos. Sin embargo, su respuesta no me sorprendió. A ella le gusta todo lo que es lindo. Por eso se la pasa mirando flores y nubes. Flores hechas de nubes y nubes hechas de flores.
Rocambole, un ex presidiario, tengo entendido, que estaba entre redimido y reo por la vida, propuso juegos, ya que para eso el mar nos había llamado. Entonces deliramos, nos congelamos, tuvimos espadas invisibles y energía, como una pelotita colorada, en las manos. Luego también, nos tocó cerrar los ojos.
- El juego es fácil - había dicho Rocambole masajeándose el bigote- Son como un lazarillo y un ciego. Cierran los ojos y se dejan llevar.
Lo único que podía pensar en ese momento era en "El Lazarillo de Tormes" y en cómo había terminado el viejo ciego, así que me acerqué a la Sirvienta, confiando en que ella no me llevaría por un camino engañoso que me provocaría la muerte. No, no me mató. Sin saberlo, hizo algo peor. Me soltó. Se calló y se alejó, dejándome ciego a mi suerte nocturna. Susurraba, cantaba, pellizcaba y palmeaba. Todo desde lejos, como a veces los fantasmas.
Todo era parte del juego. Escuchaba reirse a Rocambole, un poquito maléficamente. Él lo disfrutaba. Claro. Para él era fácil resistir un juego así. ¡Si resistió que escribieran cuarenta tomos sobre su vida, cómo no iba a resistir un jueguito de playa, un jueguito que podía jugar cualquier hijo de vecino, cualquier morocho con dos dedos de frente, cualquier cirquero en su día libre! Efectivamente, él sí lo disfrutaba. Pero yo tuve miedo. De esos que no sabés cómo enfrentarlo.
Yo caminaba con los brazos extendidos a veces, otras protegiéndome del misterio, hacia la voz cantante de la Sirvienta que era lo único conocido en la oscuridad de los ojos cerrados. Y de repente, una pared. Me choqué de lleno contra una pared que no dolió. Creyendo en el poder de mi imaginación asustada, en la turbación de mis sentidos, caminé hacia el otro lado. Otra pared. Esto ya no era divertido. Siempre ciego, intenté palparla, pero ya no estaba. El susurro me guió a darme media vuelta y di contra otra pared. Ya no era divertido para nada. Temía haber entrado de nuevo al laberinto. O peor, a uno nuevo.
Con la sangre temblando de miedo por lo que podía haber afuera, abrí los ojos. Pero no. No había pasillos ni nada. Nada más que playa y las luces de la Ciudad.
- ¡Hey! - gritó la Sirvienta con ojos hirviendo y haciendo mohín- ¡No hagas trampa, tramposo!
- Es que tengo miedo - contesté tirándome a la arena- Sentí que chocaba contra paredes.
- No hay más paredes que las que vos mismo contruís a tu alrededor - sentenció ella, mirándome con un dejo de lástima, como quien trata de ayudar y no lo dejan.
Era ahora su turno de ser ciega, e intenté que también se perdiera en el miedo. Pero no hubo caso. La abandoné, callé, casi no la toqué ni susurré. Sólo me quedaba invisible a su lado, como a veces los fantasmas. Y aún así, ella bailaba y cantaba. 
- Debe ser cuestión de actitud- confimé luego.
¿Cuál es la actitud correcta frente a la oscuridad? Frente al miedo. Frente la soledad. Frente al miedo a la soledad. ¿Construir paredes? ¿Bailar hasta que vuelva la luz? ¿Bailar incluso después? ¿En dónde golpear las paredes invisibles para tirarlas abajo?
- Un día te van a caer encima - me dijo la Sirvienta horas después- Te van a caer encima y ya nadie va a poder ayudarte.
- Por ahora - dije- no creo necesitar ayuda.
- Los que dicen eso son los que más la necesitan.
- Y eso es lo que dicen todos.
Rocambole propuso otro juego:
- ¡Buscar la sandalia! - y le robó la sandalia a la Sirvienta.
Pero los únicos que encontraron esa sandalia fueron Cenicienta y Rocambole. Ella porque estaba destinada a encontrar su zapatito de cristal. Él porque la tiene clara. Para él era fácil. ¡Con cuarenta tomos cualquier presidente de club de fútbol la tiene clara!
Pero no sobre cualquiera escriben cuarenta tomos.

jueves, 13 de febrero de 2014

Piñata y morisquetas

El poeta es un fingidor.
Finge tan profundamente
que hasta finge que es dolor
el dolor que de veras siente.


0:00. Las cero horas. Y la primera gota cayó, en ese segundo en el que el tiempo no sabe si existe o sólo es una ilusión. La lluvia de nuevo intentando limpiar, como todos los años, una fecha, azarosa, que manifestó mi primer segundo de llanto, al que luego llamarían "nacimiento". 
Gota gorda. Gota obesa. El cielo insiste en que hay algo que limpiar. Algo que borrar. Algo misterioso que me mantiene con vida. La vida misma, tal vez. Yo la recibo con brazos y ojos abiertos. Si su plan es borrarme, que así sea. ¡Que me borre! Y que lo único que deje en el mundo sea una o dos fechas vacías y una lapicera, todas llenas de azar.
Imperante y cobarde, la lluvia me obliga a entrar, a mi carnaval improvisado, con piñata y morisquetas. Si ha de borrarme será bajo sus reglas. No las mías. Y por un momento me olvido. Me olvido que la lluvia sigue cayendo. O finjo que no la veo caer, borrarme. Finjo que la veo, y que no me importa. Finjo. Porque lo mío es fingir. Porque lo mío, lo nuestro, es ser otro, siempre otro que no sea nosotros. Porque yo nunca pude ser aquello que quise. Porque yo soy lo que puedo, soy lo que alcanzo, lo que merezco, soy lo que creo merecer, soy lo que algunos me dijeron que soy y lo que no sea, eso también soy, soy lo que se llama "un error".
¿Quién se va a dar cuenta, si yo, si nosotros, no somos nosotros? ¿Quién se va a dar cuenta? ¿Quién se va a fijar?
El espejo se va a dar cuenta. Pero a él nadie lo escucha. Yo personalmente, nunca reconocí su voz.
Y la lluvia cae. Toda gorda. Toda forra. Insiste en que hay algo que limpiar. Algo que borrar. Algo misterioso que me mantiene con vida. El error, tal vez. 
Mejor finjamos que no hay error que borrar. Que está todo bien en mí, en nosotros. Que somos exactamente lo que queremos ser, y no lo que somos. Un poco mejor. Finjamos un poco mejor y un poco más. ¿Quién se va a dar cuenta? ¿Quién se va a fijar?

0:00. Las cero horas. Y la última gota cayó. La lluvia de nuevo falló en su intento de limpiar. Pero volverá el año que viene. Olvídate de todo... 

Un poco mejor...

Un poco más...

- ¡Hey, hey! ¡¡Reventemos la piñata!!

Perfecto.

domingo, 9 de febrero de 2014

Sin matar

Con el cielo inundándose de noche, tomé la lapicera y me fui. Caminé largo tiempo, por calles y rincones que conocía de memoria. Giré de repente, volví sobre mis pasos, avancé de nuevo, pasé por esas esquinas, recorrí el pasto de las plazas, di medias vueltas, atravesé las diagonales, terminé en la playa. Sólo era un despeje, un acomodamiento de ideas, una prueba también, de que no podía volver a perderme. Los fantasmas no existían. No había más sombra que la que me seguía.
Me senté, desnudando mis pies para sentir algo más que nada. Una mano negra comenzaba a oprimir el corazón. Sin matarlo. Torturándolo. Para que la sangre se sintiera como la arena que tocaba. Fría, áspera. Fría. Para que cada segundo de soledad se estrellara contra mi ser. ¡Pero sin matarlo! Torturándolo.
La lapicera ya no iba a servirme de nada, a menos que doliera y que la sangre sea su tinta. Esta vez no sólo estaba solo. Después de tanto tiempo estándolo, finalmente, comenzaba a sentirme solo.
El mar oscurecía y desaparecía en el cielo. Su oleaje se revolvía como unas sábanas que no quieren saber nada con amar. Me daba cuenta, no estaba de humor. Había dejado de susurrarme para gritarme desde lejos. Tal vez se había ofendido conmigo porque le había prometido que lo vería más. A mí me prometieron lo mismo, Mar, y tampoco lo cumplieron. Y acá estamos los dos, solos, en el mismo lugar de todos los días; vos en tu inmensidad y yo en mi escasez. Siempre supe que de alguna forma, nosotros nos complementábamos.
Pero cuando me acerqué con la intención de recibir su abrazo, el mar no hizo más que rechazarme, empujándome con sus brazos empapados. "Por favor", le pedí, "Tenés que salvarme..." Y en respuesta una boca negra, rabiosa y llena de espuma, se levantó delante de mí, cerró su mandíbula conmigo dentro, me masticó sin saborear y me escupió cerca de la orilla. En una decisión estúpida generada por la furia y la plena estupidez, corrí hacia el mar y me zambullí en él, dentro de su boca oscura, con la idea de que podría forzarlo a quererme. "¡Ya estoy acá! ¡Acá estoy! ¡No podés negarme ahora que estoy acá!" Pero por supuesto que puede. Me retorció en su interior. Sentí como si me paseara por todo su sistema digestivo para luego vomitarme en la orilla nuevamente.
A rastras, me alejé del agua y me acosté en la arena fría y áspera. El mar es simple de comprender, es una criatura orgullosa y temperamental. Eso yo lo sabía. Pero lo cierto es que empezaba desesperar. El centro se desgarraba. La mano negra oprimía fuerte. Más fuerte de lo que la lapicera reconoce.
Tal vez por eso me perdía. Aunque no la encontrara, sabía que había una salida, que había alguien allí. Y ahora que la encontré y salí, descubro que fuera sólo hay frío y palabras secas, que las sombras siguen a sus cuerpos como esclavas, que el mar no se parece a mí, que los árboles no me aconsejan ni protegen de nada, que el arte no es más que otra de mis máscaras, tal vez la más verdadera. La más máscara de todas.
El horizonte paría una luna llena de sangre. Me animó un poco. Al Gitano esa luna lo pone de buen humor. Esa noche habría descuento en el bar. Me levanté, y mi sombra se limitó a copiar mis movimientos.
Nadie se despidió. Nada observaba. Tampoco nadie recordaría. Nadie nada.

Y al final fue al revés. La mano negra que oprimía el corazón convirtió la sangre en tinta. Me convertí en otro de mis personajes. Pero cometí el valiente error de escribirme en otra página. Una nueva. Una completamente en blanco, donde no hay nadie, nada, excepto una gota de tinta. Un punto.
Y ese punto de sangre negra, soy yo.

sábado, 1 de febrero de 2014

Siempre la sombra

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Me alejé. Como sin saber por dónde avanzar, o en qué casillero caer, si es que quedaba alguno por jugar. Pero estaba vivo. Logré salir, y fue sin mirar atrás. Sin embargo sentía un frío vacío muy cerca del corazón, desgraciadamente conocido.
Llegué a la plaza de la esquina, buscando a la sombra. Ahí estaba en las hamacas, junto con otra sombra menudita. Parecían llevarse bien. Parecían recordarse. Iban y venían, turnándose para tocar la luna. Reían, despertando los ecos que la plaza secretamente resguardaba, aquellos que se habían atorado entre las ramas de los árboles. Yo, tratando de ignorar, llamé a la sombra. Que vamos. Que había salido. Que ya nos podíamos ir. Pero ella me ignoró a mí. La llamé y llamé, y dos veces hizo lo mismo. Sospechando lo peor, como desesperado, me acerqué y estiré la mano hacia ella para tomarla. Nada. Mi mano siguió de largo, y las sombras siguieron meciéndose en las sombras de las hamacas. Parecían felices.
Esa ya no era mi sombra. Mi cuerpo no podía tocarla, porque la cadena ínfima que los unía se había roto. La sombra era libre. Ambos lo eramos. Y descubrí que con o sin ella, no sabía llorar. Con el pecho agobiado me alejé de la plaza, sin rituales, sin prestarle atención a la sombra menudita que me despedía con la mano.
Caminé. Como sin saber por dónde avanzar, o en qué agujero caer, si es que no había caído en alguno ya. Pronto, una nueva sombra comenzó a seguir mis pasos en la calle. Al principio la ignoré. Pero luego frené. Uno no puede andar por ahí sin sombra, como si hubiera otro lugar donde ocultar el pasado, como si existieran otros rincones. Siempre la sombra te seguirá. Y comprendí, que son seres gentiles, porque sólo se van, para que tengas otras oportunidades.
Miré a mi sombra.
- Soy Tomás. Mucho gusto - dije, y agachando mi cuerpo, le extendí la mano como a un amigo.
Ella, atravesando el asfalto, extendió la suya y me la estrechó.
- Un placer... Soy tu sombra.