lunes, 30 de diciembre de 2013

La noche inolvidable

Mira el noticiero.
- Hoy son 9 años.
- Sí, ya sé, má...


Esperábamos esa noche desde hacía varios días. Que una banda tan conocida como esa se presentara en un boliche de Buenos Aires no era una ocasión muy común, y ese fue el argumento clave que mis amigos usaron para convencerme a que vaya. No era algo que me interesara demasiado (ellos siempre fueron los fanáticos), pero finalmente cedí a la idea de disfrutar aquella noche que prometía ser inolvidable… En eso tuvieron razón. Lo fue. Al menos para mí.
En la fila se entonaban las canciones más famosas como si fueran himnos. Recuerdo que mis amigos se reían porque yo no conocía la letra de ninguna. Intentaba que no se notara, tarareando las que me sonaban, pero no había caso. Todo quedó a un lado cuando las puertas se abrieron. Entramos a los empujones, adentro estaba mucho más oscuro y repleto de gente. Para llegar hasta cualquier lado había que pasar por ese lugar casi inexistente entre espalda y espalda de las personas… Mucha gente. A ninguno nos importó.
Íbamos por el segundo vaso de cerveza cuando las luces del escenario se encendieron y la banda comenzó a tocar. El público pareció explotar con gritos y chiflidos, enloqueció. Y para el gusto de mis amigos, yo también. No sé bien cuando pasó: alguien encendió una bengala y la movía al ritmo de la música. Todos festejamos la idea. En ese momento, tampoco a ninguno nos importó.
No pasó mucho tiempo de eso. En medio de una canción, sentí cómo algo comenzaba a posarse suavemente sobre mi cabeza y hombros. Caía del techo. Extrañado, pero lejos de preocuparme, abrí la palma de mi mano, como esperando que mágicamente fuera lluvia. No. Sólo tarde un segundo en averiguarlo. Eran cenizas.
Las luces se apagaron y la música dejó de sonar. El rechazo del público, que estaba lejos de adivinar que pasaba, se hizo presente. Entre los duros empujones traté de distinguir a alguno de mis amigos, pero era en vano. No podía verse nada. Los llamé a gritos con el mismo resultado ya que todos estaban haciendo lo mismo. Pero hubo un grito que se alzo entre todos, un grito que nunca podré olvidar y ahora regresa en mis noches de verano para encender el infierno de las pesadillas. Aquel grito, digno de una película de terror, nos trajo a todos a la realidad: las llamas avanzaban rápidas e indiferentes a nuestros deseos de vivir.
Todo fue muy confuso y turbio. En un acto reflejo, lo primero que apareció en mi mente fue la salida de emergencia y busqué alguna señalización entre la pesadez del humo que borraba todo y comenzaba a llenar pulmones. Cansado de empujar, llegué a la puerta metálica sólo para descubrir que estaba cerrada. El resto de las personas golpeaban la puerta al grito de “¡Abran, abran!”. ¿Realmente existía en ellos la esperanza de que la puerta se abriera? Yo no guardaba esa esperanza, no me iba a quedar ahí, y corrí a la entrada.
Me es difícil pensar que en todo ese tiempo que pasó, no se me ocurrió averiguar donde estaban mis amigos en aquel caos. Tal vez tenía demasiado miedo y quería salvarme, pero ese razonamiento nunca podrá quitarme la angustia y culpa que siento.
El fuego se avivaba más y más, mientras yo luchaba por escapar de ese lugar como fuera, corriendo casi sin respirar, pateando zapatillas ya sin dueños. En la puerta, el rose del aire fresco enturbecía aún más a la multitud que se aplastaba entre sí. La desesperación de la gente me empujaba y golpeaba. Tengo el recuerdo fugaz de una chica que avanzaba muy cerca delante de mí, y en un segundo, tropezó, perdiéndose para siempre debajo de los cientos de pies impotentes. Como los míos, que aseguran con sufrimiento que no fue a la única persona que se vieron obligados a pisar para escapar.
Luego de unos minutos eternos, logré salir. Aire puro contaminado de la gran ciudad. Afuera era otro mundo, sin embargo el caos era el mismo: las sirenas de las ambulancias, bomberos y policías me aturdían, no podía pensar, había gente corriendo hacia todas partes, gritos, gritos. Gritos. Me alejé unos metros sin motivo. El cuerpo estaba cubierto de negro, los ojos ardían, tocía sin parar. Parado en la mitad de la calle como una sombra, veía las camillas entrando y saliendo de las ambulancias llevándose a chicos inconscientes, quemados, sangrientos, todos negros por el humo. La vereda estaba colmada de heridos y de personas que lloraban por sus amigos. Fue ahí cuando me acordé de ellos y corrí hacía allá, esperando encontrarlos. A mitad de mi carrera, alguien me tomó por la espalda, me puso un respirador en la boca y me subieron a una ambulancia que prácticamente ya había arrancado. Tenía que encontrarlos. Mis amigos podían estar en esa vereda, ¡podían estar en esa vereda! Sin pensarlo, quise sacarme el respirador y saltar de la ambulancia, pero alguien me detuvo y dio un grito que no logré entender. “Podrían estar en esa vereda…”
Lo siguiente que recuerdo es despertar en un hospital. Mi madre estaba ahí y lloró al verme abrir los ojos. Casi no pudo decir nada. Con la garganta dolorida y crujiente, le pregunté acerca de ellos. Fue un segundo que el tiempo se olvidó de dictar. “No pudieron salir” fue todo lo que me dijo y se dirigió una mano a la boca tratando de ahogar el llanto. Tres palabras fueron. Sólo tres, para que mí interior se rompiera. Me ahogué. Lloré. Grité. Lloré, sin saber cómo llorar, sintiéndolo todo inútil. Nada drenaba el sufrimiento, no había forma de que desaparezca. Después de eso, mi interior ardió, y arderá por siempre, como esa noche en Cromañón.
Tres palabras son más que suficiente para destruir a alguien por completo.
Al día siguiente, un médico se sentó en una silla al lado de mi cama y comenzó a explicarme los estudios que iban a hacerme para encontrar alguna secuela de aquella noche en mi cuerpo. No quería escucharlo. Finalmente, terminó de hablar y agregó: “Tuviste suerte”. Lo miré. ¿Suerte? Mi enojo se vio reflejado en la fuerza del golpe que le proporcioné al doctor en la cara, haciendo que cayera al suelo desde la silla.
Viejo pelotudo. ¿Suerte? Morir cómo el resto de mis amigos esa noche hubiera sido suerte. Que ellos hayan logrado salir de ahí antes de que sus cuerpos se desmayaran con sus pulmones colmados de humo, condenándolos a ser parte de las  docenas de víctimas que esa noche el fuego se llevó. ¿Para qué quiero esta suerte? ¿Para vivir? Yo vivía antes de esa noche. Ahora no estoy seguro de qué es lo que estoy haciendo. Lo hago todo sin hacerlo, sin sentirlo. No puedo si quiera respirar hondo sin toser como esa vez. Los doctores me dicen que todo eso es normal tras una situación como la que viví, que pronto todo se me pasará. Mientras tanto, las zapatillas siguen colgando.

No sé cómo volver a vivir. A veces pienso en tirarme desde el balcón. En apurar el trabajo que el fuego está haciendo en mi interior, y respirar un poco de aire puro antes del fin. No sé cómo volver a vivir con esto en mí. Lo recuerdo todo. Recuerdo cada momento, cada sensación de pánico, la cantidad de chicos llorando en la calle, la última vez que vi a mis amigos… Y lo daría todo por no recordar, para que tal vez así, el 30 de diciembre sea sólo un día más en el calendario. Eso sí sería suerte. Pero es algo que no pasará. Al menos para mí.

sábado, 28 de diciembre de 2013

El Poeta (III)

En mi vida, me crucé un par de veces con el Poeta. Es un tipo alto, de zapatos azules gastados y que siempre se lo ve con un maletín lleno de papeles. No le gusta escribir, pero lo hace porque es su condena, porque de algo hay que morir.
Hace ya varios años, lo vi en una placita. Estaba sentado en la cima del tobogán y no dejaba tirarse a nadie. Los niños lloraban e iban y le decían a sus padres que ese hombre no los dejaba jugar. Pero los padres sabían que no hay que molestar al Poeta mientras escribe, y convencían a sus hijos de jugar a otra cosa. No tenía sentido enojarse con él, no llegarían a nada; tampoco lo hace por maldad, sólo por la necesidad de ser distinto a todos, alguien único contra la gestión de la producción pseudoheterogénea de la Humanidad.
Yo ya era grande para jugar en la placita. Había ido a escribir, como él, pero elegí un lugar más modesto para hacerlo. No sé porqué no subí al tobogán. El Poeta era una máquina de escribir a mano. Podía apreciar su expresión de emoción volcánica y cómo su mano no llegaba a transcribir al papel todo lo que su mente le dictaba. Y de repente se detuvo. Exhaló todos los restos de poesía que le oprimía el pecho y lloró una lágrima. La lagrima del Poeta. Así supe que había terminado algún poema, de esos que duelen en la sombra y se llora en rincones. Como un amor que te corresponde las noches de arena y desaparece en el amanecer del mar.
Mi mamá dice que el Poeta tuvo mujeres pero no amor. Que lo busca en esa virgen pálida y en los diamantes del cielo. Que es una persona muy triste, pero que él no lo sabe.
Lo cual es más triste, dice mi mamá.

jueves, 26 de diciembre de 2013

Hay un amanecer en el océano que todavía no he visto. También varias sonrisas y lunares, y silencios que no supe escuchar. Todo se me acumula, como la gota de tinta en el filo de la lapicera. Una sobre otra, se amontonan las mañanas que no recuerdo, también las que tuve que olvidar, como hojas de estudio sobre la mesa de luz. Y no quiero saber nada con ellas. Me dejo estar, en recuerdos inventados, en cicatrices tristes que no sé cómo se hicieron. 
"¿Te estás dejando crecer la barba?" me preguntó. No. Sólo me dejo estar. Me gusta estar. Me estoy dejando crecer las nostalgias, me estoy dejando crecer los edificios que me rodean, los finales abiertos y las páginas en blanco.
Hay frases y personas que me gustaría siempre tener en mi bolsillo. Un susurro que me acompañe a descubrir por qué el viento calla tantas cosas sabiéndolo todo, o a buscar ese amanecer que no espera a nadie y aparece mientras todos duermen.
Mi otro yo se perdió en el bosque, entre la copa de los árboles. Suelo extrañarlo, aunque yo sé que yo debo estar bien sin mí. Y ahora hay un humo invisible, como hecho de cantos mudos, que hunde la Ciudad en un desierto en el cual todas las personas rompen sus relojes de arena y se arrastran, y se chocan las cabezas, buscando sus granitos de tiempo. Pero no, señores. No hay tiempo en la Ciudad, vuelvan al trabajo. No hay tiempo. Corten el árbol con el niño arriba.

Cicatrices tristes en una piel sin memoria. Recuerdos inventados que ayudan a dormir. Montones de nostalgias que crecen como edificios. Frases en el bolsillo de personas que creo conocer. Yo, nadie en plural.
Me dí cuenta, que el que estaba roto no era el espejo.

domingo, 22 de diciembre de 2013

En este haiku / Confieso que siempre fui / Mentiroso.

72.           El humo innato
                De la boca ardiente
                Llena la noche.

73.           Gris y vicioso,
                Fantasma de la Parca
                Que atrapa la voz.

74.           Silencio triste.
                Silencio de palabras.
                Y después nada.

75.           Grito compacto.
                Cuando los muros hablan
                Hay que escuchar.

76.           No. Nada especial.
                Solo unas cuantas letras
                Hechas de tinta.

77.           Y si pudiera
                Perderme en tu cuerpo,
                Reiría los miedos.

78.           Tras la Gran Marcha
                Hay más camino. Suele
                Gustarme la idea.

79.           Un simple buzo
          En el pecho correcto,

                Salva una vida


80.           La sombra espera
          Alguna oportunidad
          De ser eterna.

81.            Llegó la sombra.
                Aún me espera. Un día,
                Huiremos juntos.

82.           Cajón cerrado
                Con música y llanto.
                Tu propio tango.


Esencia

Un saco viejo, bastante cuidado, color azul, hilos finos. Un buen saco, que no se lucía hacía mucho, volvió a bailar en un cuerpo más joven que su dueño anterior. Y más bruto también. Al joven no le importó, se emborrachó con él esa noche, lo empapó de alcohol, lo tiró sobre una silla para que luego cayera sobre el suelo pegoteado. Luego fue amanecer y arena todo lo que lo rodeaba.
En el ritual, algunos valientes se zambullen al mar, con todas sus alegrías y toda su borrachera. Dejan atrás sus ropas sobre la arena y se olvidan de la tierra un momento. El saco, antes definido de color azul  -cosa que a estas alturas es algo difícil de hacer-, esperaba a su joven dueño que disfrutaba de la llanura azul, cuando otra joven tomó la aventurera decisión: se sacó el vestido con una risa y corrió hacia el mismo mar que una vez la recibió con los brazos abiertos. Su vestido cayó sobre el saco, y simplemente pasó... A primera vista. A primera piel. Permanecieron todo el tiempo abrazados, una manga rodeando la cintura, una solapa besando el espacio entre los pechos, contagiándose y mezclándose sus aromas en una esencia que el otro nunca olvidaría: un poco de vino... manzana rosa...
Sus dueños seguían un procedimiento menos conmovedor. Jugaban, al igual que siempre, como hace el vaivén de las olas, persiguiendo y rechazándose la mirada. Pero el mar siempre fue un aliado, y lo que la tierra endurece, el silencio salado ablanda.
El abrazo fue frío y mojado, cálido también. El mar compuso un vals para ellos y la marea se los obligó a bailar. La vil vergüenza se hundió en lo profundo, junto con algunas esperanzas. 
Salir del agua lo volvió todo más difícil y real. La resaca ya picaba las cienes y retumbaba en el estómago. El saco temía que su dueño lo separa del vestido, pero éste último ya lo sabía. Conocía la historia. Hay cosas que no deben repetirse, escuchó decir al joven una vez.
El viento secó los cuerpos. Secó las gotas y lo último que había sobrevivido entre ellos. El pudor la había invadido y se tapaba, como la primera vez. Él le alcanzó su vestido. A pesar de la arena, sus flores seguían brillando. Colocó también su saco en los hombros pálidos de ella. Él tenía sus trucos.
El camino a la casa fue aburrido, sin nada. Hay cosas que no deben repetirse. Pero las prendas disfrutaron ese último viaje, esa última promesa, la que nunca tendrían esos jóvenes, con la que juraron no olvidar el aroma, ni el tacto de sus pieles de tela. A un paso del umbral, con un movimiento triste, ella devolvió el saco a las manos del dueño.
- Chau - dijo ella.
- Chau - dijo él.
Y una puerta se cerró.
En el retorno que siempre fue silencioso, el joven enterró el rostro en su saco mugroso. Respiró todo el aroma. La esencia que siempre fue de ellos: un poco de vino... manzana rosa...
Él tenía sus trucos.

viernes, 20 de diciembre de 2013

El Poeta (II)

En mi vida, me crucé un par de veces con el Poeta. Es un tipo alto, de tes incierta, con ojos indecisos que no suelen ver aquello que son las cosas, aún menos las personas. Él nunca ve a nadie.
La primera vez que lo vi, yo era un niño, y él ya tenía barba y sombrero. Siempre usa sombrero, nunca uno igual. (Creo que no le gusta su pelo, o tal vez sólo trata de ocultar su calvicie). Ese día, mi mamá me llevo a la playa para que me moje los pies en el mar -ella no sabía que se iba a convertir en un vicio para mí-, y apenas sentí el frío mojado en mis dedos, el Poeta surgió de las aguas. Estaba completamente vestido, su cara se ocultaba tras la cascada que caía desde su sombrero. Yo lo vi, pero él no me vio. Él nunca ve a nadie.
- ¿Quién es? - le pregunté a mi mamá.
- Es el Poeta. Le gusta hacer eso para inspirarse.
En ese momento me pareció la cosa más rara del mundo, tanto el hombre como la acción. Hoy, entiendo al Poeta, al menos en cuanto al mar. A veces es necesario la triste acometida de la musa para continuar con la tarea, sin importar que eso signifique resistir el abrazo frío, energético y vil de las olas, o el beso en el cachete que tienta rozando los labios. Ambos generan lo mismo: te dejan congelado, con la sangre hirviendo y en busca de más.
El Poeta sabe, y ahora yo también, que la única cura en esos casos es una pasión violenta con nuestra amante pálida y virgen, o, en su defecto, un vaso de vodka.

Tíos

"Estamos hechos de la misma tela que los sueños, y nuestra breve vida termina con un sueño"
Tío Shakespeare

Nosotros, los letrados, tenemos muchos tíos y tías.
Está el tío Shakespeare, el tío Bajtín (que es muy redundante cuando se le da por ser redundante), el tío Rest (siempre tan conciso y que prefieren que lo llamen Jaime), la tía Austen, el tío Poe (que no le gusta venir para las fiestas y siempre está solo), el tío Seassure (que con la tía Kovacci siempre corrigen a todos y nadie se los banca), el tío Dante (que si se enoja putea en italiano y nos condena a sus infiernos), el tío Borges (que hace que nos perdamos como en un laberinto cuando habla), el tío Hauser (que siempre se va por las ramas y sospecho -sólo sospecho- que desprecia a los románticos), el tío Barthes, la tía Magda (que creo que es feminista porque se lleva bien con la tía Austen, y a veces discute con el tío Dubby), el tío Cervantes (que dice mi mamá que estuvo preso), el tío Ong, el tío Maupassant (o Masapan), el tío Homero, el tío Virgilio, el tío Aristóteles (que juegan entre sí a ver quién tiene la barba más grande), el tío Cortazar (que enamora a mi hermana con sus palabras y a veces compite con el tío Byron por quién tiene más levante), el tío Rimbaud (que a mí edad escribía como un 'jo mil y después sólo lo dejo), el tío Baudelaire, el tío Malarmé (que tiene un pedo increíble en la cabeza)...
Son muchos. Y hay muchos más que todavía no conocemos. Nosotros, los letrados, de algo no nos podemos quejar: tenemos una familia muy grande.
Eso sí: en tu cumpleaños, siempre recibís el mismo libro de la misma edición que no logran vender. Son unos lacras.

jueves, 19 de diciembre de 2013

A veces la sombra

A veces la sombra se aburre de esperar a que despierte y se va, a deambular un rato por la ciudad de faroles amarillos, de faroles rotos, donde se siente más sombra que conmigo. Avanza por las avenidas sin miedo, haciendo ladrar a los perros en la noche; se arrastra por las calles y se desliza por las paredes como una serpiente que conoce bien el camino de su presa.
A veces la sombra se encuentra con otra de sus hermanas, sombras de personas con las que ya no hablo, de personas que no conozco. Le gusta hablar con cualquiera cuando la luna resplandece toda gorda, y la ciudad se transforma en un tablero de ajedrez. 
A veces la sombra se cruza con la tuya. No hablan mucho. Ellas también sufrieron nuestros errores. Sospecho que esas noches son las que sueño, y te sueño. Perdón. Pero te sueño.
A veces la sombra no está cuando despierto, y siento un frío vacío muy cerca del corazón, desgraciadamente conocido. Entonces salgo a buscarla por todos los rincones, por todas las hamacas, por todos los espejos.
A veces la sombra está en la playa, mirando al pícaro sol escalar la falda de Celeste. La sombra siempre espera alguna oportunidad de ser eterna. De romper esa cadena ínfima que la ata a mí, a este cuerpo que no comprende su naturaleza, ni sus sueños, ni su silencio, ni su condena.
A veces la sombra llora. Como la tuya. Como la de todos. Llora por esa esperanza de libertad ficticia. Libertad encadenada. Llora por no ser algo, ya que ni siquiera es nada. Por eso llora, (por supuesto que llora) en esos rincones sin luz, donde a veces tu sombra, se atreve a consolar a la mía.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

El llavero de papá

A veces los sueños se te escapan accidentalmente, como esa hoja de árbol colorado que se acaba de caer de la libreta y comenzó a huir con el viento, como si fueran uno, como si se amaran y yo fuera el esposo celoso que le saca el corazón al viento y se lo entrega a la hoja de árbol en una copa de oro.
Los sueños se pueden escapar, muchas veces sin que lo notes. Son como los Houdinis del subconsciente, imposible aprisionarlos. Tienen las llaves de todas las cerraduras, acumuladas en un llavero infinito (parecido al de papá). Los sueños pueden abrir todas nuestras puertas, también las que no conocemos, como esa por la que Alicia entró arrastrándose. Entre todas las llaves, hay una chiquita, muy chiquita (tal vez de una chiquitez preocupante), que se llama Felicidad. Algunos la confunden con la del Amor, y a veces son la misma, pero otras veces la llave del Amor no existe, o se rompió en algún segundo de vida, y es un quilombo conseguir un buen cerrajero de sueños hoy en día. La mayoría se mudó a España con la crisis del 2001, otros un poco más clandestinos se emborrachan en el bar de gitanos con vodka de España (que, a decir verdad, no es muy bueno), y no vas a querer que un cerrajero borracho que no sabe elegir con qué emborracharse se acerque a las llaves, y menos a esa del Amor. No saben diferenciarla de la llave oscura de la Soledad, o la cabezona de los Celos, que muchas personas confunden con la de la Estupidez, pero en general es la misma.
Así los sueños se escapan. Sin que los notes, por alguna puerta de esos rincones sin luz, y cierran detrás de sí para que nunca entres a menos que ellos quieran. Sin que lo notes, un día, dejás de soñarlos. Dejás de insistir. No te das cuenta enseguida. Se fueron. Un poco triste dejar de soñar, aunque la tediosa tendencia de soñarlos en vano es peor. Me gusta pensar que cuando uno se va, deja espacio para otro.
Todavía no decido si eso es bueno o malo. Ese es el peligro de cerrar los ojos y abrirlos adentro. No sabés si es sueño o pesadilla hasta el final. Hasta esa imposible última esquina del laberinto. Hasta que ya es demasiado tarde, y te despertás con un grito.



* Alguna verdad: Una vez soñé que me encontraba a mí mismo en un tren. Vendía libros viejos, y me caí mal.

martes, 17 de diciembre de 2013

Primer acercamiento a...

la Literatura...

- ¿Querés que te cuente un cuento, Tomy?
- ¡Sí!
- Bueno, a ver... Había una vez tres amigos que se llamaban Teodoro, Teófilo y Tiburcio...
- ¡Ay, papi! ¡Qué feos nombres!
- Bueno, bueno, los cambio.
- ¡No, no! Me gustan.
En la oscuridad de un amanecer estropeado por una persiana de ciudad, la chica Miraflores baila dormida debajo de las sábanas. Sus pies iban y venían en su cama, siguiendo el ritmo de sus sueños, de su alma de circo. (Tal vez la sombra onírica le lanzó una tela amarilla desde una nube para que pudiera hacer piruetas con las chicas.) Sus dientes tiritaban levemente, y de a momentos susurraba cosas ininteligibles, pero esa sonrisa de Mona Lisa que algunos tenemos la suerte de conocer nunca se fugó de su rostro. La sonrisa de los buenos sueños. La curiosidad siempre me será muy grande.
Me imagino a la chica Miraflores en un prado nevado, bailando descalza una danza desconocida, original, dulce, un poco triste, con los dientes tiritando, pero sin detenerse, recitando sus poesías en el idioma del viento, ininteligible para los que están despiertos.
Al día siguiente se lo conté y se rió, diciendo que era muy inquieta. Justificándose, tal vez... 

Yo soy de los que separan al autor de su persona, y por eso prefiero pensar que Sabri sólo existe en su mente, y que a la chica Miraflores le gusta bailar descalza, en esos rincones del dormir donde a las margaritas nunca se les acaban los pétalos y los juguetes no se suicidan.

El Poeta

En mi vida, me crucé un par de veces con el Poeta. Es un tipo alto, que no le gusta vestirse si no es con saco y a veces usa un moño rojo. Rojo sangre.
Una vez, hace un par de años, lo vi esperando un colectivo. Parecía apurado, pero no lo descubrí por su rostro que pocas veces se descifra, sino porque no dejaba de mirar su reloj-muñeca. Literalmente, su reloj era una pequeña muñeca dormida a la que le salían agujas sangrientas de sus entrañas mecánicas con las que marcaba la hora en los números tatuados en su cuerpecito. Cada una hora, en punto, la muñeca abría los ojos y se ponía a mirar de forma demente y muy viva durante un minuto. Ese día, esperando el colectivo, vi los ojos de la muñeca, pero ella no me vio. Raro... porque se dice que ella lo ve todo siempre. Incluso cuando duerme los otros cincuenta y nueve minutos de la hora.
El Poeta seguía esperando, cada vez más apurado, mientras sostenía un maletín abarrotado de papeles que se escapaban por las aberturas. Todos estaban escritos, o por los menos esa porción que se podía ver. Llegué a leer el fragmento de una página, pero lo único que decía era "NO" en mayúscula y repetidas veces. De izquierda a derecha, cerca de cinco o más renglones de puros "NO". Al Poeta no le gusta que se lo lea si la obra no está terminada. Y es el día de hoy, que nadie leyó nada de él.
Cuando llegó el colectivo, siguió mirando su reloj-muñeca. Le hice un gesto con la mano para que subiera primero. Por respeto, tal vez. Pero el Poeta miró el colectivo y se fue. Se fue sin mirar a nadie en dirección contraria al viento, como le gusta. Tal vez se acordó que él no usa colectivos.

viernes, 13 de diciembre de 2013

"El laberinto es un temor y una esperanza. Es un temor porque estamos perdidos y una esperanza porque hay una salida."

En la inocencia de unos ojitos un poco tristes, un poco dulces, vuelvo a perderme, descaminando ese laberinto tan familiar como indescifrable. 
La salida existe. No puede no existir. Pero no la encontré nunca. Es como esa puerta que todos conocemos dentro y no descubrimos la llave. Tiene muchos nombres. La mía prefiere no llamarse.
Como nunca encuentro la salida, simplemente muero. Muero. Un poco por lo menos. Muero, veo una luz y corro hacía ella. Generalmente despierto en el rincón de un bar lleno de gitanos, o en la orilla del mar con su lengua cacheteandome la cara, o con mi mamá diciéndome que está la comida, o en la cama de alguna que, a veces, se le parece. Una vez, solo una, desperté en la suya. Realmente, era la suya. Ocupada por su cuerpo, su olor a desnuda, su pelo que me vestía, su sombra que me abrazaba. Esa vez quería perderme, como a veces todos queremos. Perderse es común. El tema está en encontrar la salida.
Yo nunca la encontré. La salida existe. Seguro. Pero creo que prefiero morir siempre un poco. Perderme y morir. Morir y despertar. ¿Dónde? No lo sé...
Espero sorprenderme un día. O no despertar.

El hilo rojo

Una leyenda oriental cuenta que las personas que están destinadas a estar juntas las une un hilo rojo invisible. Se puede estirar infinitamente, resiste el tiempo, lo resiste todo, es indestructible. El hilo rojo podría dar millones de vueltas al mundo sin que nadie lo notara. Pero, ¿qué pasaría si fuese real? ¿Y sino fuera invisible, sino algo tangible que todos vean?
Tendríamos hilos rojos yendo y viniendo por todos lados. Cruzando calles, avenidas, ciudades y países enteros, ¡el océano! Y siendo así de indestructibles, ¿se imaginan la cantidad de accidentes que causarían? Los autos no podría circular sin correr el peligro de chocarse con alguno. El hábitat natural de los animales también se vería afectado: todo invadido por hilos incomibles, entre cruzados en los árboles, el cielo, como una gran telaraña colorada. ¿Utilizaciones militares? ¿Quién sabe? ¿Por qué no? En esta época, cualquier recurso de esta clase es útil, y la palabra "indestructible" siempre impresiona a los dirigentes militares. Se han hecho cosas peores que colocar a cientos de parejas en posiciones estratégicas para impedirle el paso al enemigo en el campo de batalla. Miserables destinos enlazados.
Pero piénselo. ¡Sería un caos! Los enamorados significarían la perdición de la sociedad actual.

Porque el cielo no se entierra

Volver al lápiz y al papel, a la lapicera y al desastre azul, ha de ser un ejercicio liberador. Las ideas dejarán de volar y piar desconsoladas en mi cabeza infestada de ecos y hojas por leer. Se alejarán (no muy lejos, por favor) volando sobre el mar pálido, y tatuarán su oleaje con palabras que a veces les encuentro sentido. Y así debe ser. Para que no mueran antes de experimentar ese poder de volar a plena libertad. Ya muchas murieron sin saber si quiera agitar las alas.
Hace unas semanas, sentí patear algo. Me costó distinguir que era un pajarito. Se habría caído del nido (¿cómo se les dice a la cría de las aves?), casi no tenía plumas: podía ver a través de la leve piel sus órganos rosados, ver cómo sus pulmones se llenaban y vaciaban cada vez con más dificultad. Unos ojitos negros casi cerrados no miraban más que el cielo, como a una promesa que se acaba de romper. Podía escuchar su pecho hacer una especie de tac-tac... con cada latido de su corazón. Tac-tac... Miré al cielo yo también, en busca de su madre... Tac... tac... Pero Celeste no mostraba ni una nube... Tac... tac... Cuando bajé la mirada, sus pulmones se vaciaron por última vez, mientras el pico intentaba atrapar un trozo de aire. Tac... Se abrió un poquito, sin resultado... Y murió.
Mi mano, con una esperanza infantil que a veces tenemos todos, lo abrigó, le dio golpecitos con el dedo. No sabíamos que hacer, mi mano y yo. Había muerto. ¿Y qué se hace con un ave muerta? Nunca me pareció correcto dejar a los animales así, muertos, en el suelo, a un costado de la calle, de la ruta, de la vida, como si nunca la hubieran experimentado. "Así es la naturaleza", dice mi mamá. No me importa.
Tampoco me parecía correcto enterrarlo. Era un ave. Un habitante del cielo. No se los puede condenar a lo grotesco de la tierra, a que se los coman los gusanos cuando la cosa es al revés. Su entierro debería ser allá arriba, en una nube, blanca y eterna, que llueva lágrimas por cada lamento del plumífero. Pero yo no podía hacer eso. No me daba la poesía para tal vuelo. Pero cuando lo pensé, tampoco me correspondía. Su madre tenía derecho a saberlo. De lo contrario, me imagino, llegaría al nido y no lo encontraría nunca, y se pasaría la vida buscándolo, como también hacen muchas madres humanas. "Una madre es siempre una madre". Eso lo dice mi papá.
Me acerqué al árbol del que supuse que cayó el pajarito y lo acomodé en un montículo de pasto que se escapaba de una baldosa. Sus ojitos aún soñaban con Celeste.

Al día siguiente, pasé por aquel árbol de nuevo. El ave ya no estaba en su cama de pasto. Sonreí. "Su madre llegó y se lo llevó a alguna nube donde podrá descansar" pensé.
Ahora se me ocurré que capaz se lo comió un perro.