viernes, 18 de diciembre de 2015

Perfección

El asesino había planeado todo. Iba a cometer el crimen perfecto. Lo repasó una última vez, paso por paso, en la secuencia imaginaria que proyectaba en su mente. Sí, un crimen verdaderamente perfecto. Nunca sería encontrado ni culpado de nada, pero no a causa de la incompetencia policíaca, sino por su talento. Estaba seguro. Al final, tras tanto escepticismo, la perfección existirá. La creará con sus manos, invisibles. Como un dios.
Esperó a que la calle quedara vacía. Se bajó del auto y tocó el timbre.

Días después, los investigadores confirmaron el suicidio de su víctima. No hubo otra explicación para ellos, los que persiguen huellas y pistas.
Más días después, investigadores, prensa, vecinos y los dos o tres familiares que se percataron de la muerte se olvidaron de todo aquello. Es el día de hoy que nadie siquiera sospecha del asesino.
Y el asesino se siente miserable.
El crimen ha sido perfecto. Pero nadie se enteró.

domingo, 27 de septiembre de 2015

Quiero soñar que camino

Quiero soñar que camino en un bosque en el que no existan historias. En el que no haya lobos feroces, ni juegos de escondidas, ni senderos que se bifurcan, ni voces que susurran. Quiero que ninguno de los árboles de ese bosque se parezca a otro o a mí, que sean asimétricos y que no formen pasillos de ningún tipo. Quiero que crezcan como si una mano invisible y gigante hubiera lanzado semillas desde una nube. Quiero que esa mano tampoco exista. Y que el sol sólo proyecte la sombra de las cosas y que se oculte en el oeste.
No quiero que ninguna bruja salga a mi encuentro. No quiero ver alas de ángeles cruzar el cielo, ni encontrar cabañas con cortinas que se muevan, ni vislumbrar paraguas que se sostengan solos, ni cruzarme con personas vestidas de azul que regalan verdades, ni sorprender a hadas desnudas en un lago. No quiero que ese lago sea un espejo.
Quiero que el bosque del sueño en el que camino no sea tan grande, ni que sea de metal y vidrio. Quiero caminar hasta su centro metafórico y descubrir que no conozco lengua alguna. Y que no puedo pensar en palabras, sino en imágenes, en colores.
Quiero soñar que camino en un bosque. En un mundo donde los bosques y los finales no existan. Y que de alguna manera, el despertador no suene.

martes, 14 de julio de 2015

Bocinas

Por alguna razón, las bocinas de los vehículos en la Ciudad funcionan mal. En realidad no es que no se sepa la razón, sino que se figuran varias. 
Dicen que podría haber empezado una noche en que un conductor aburrido que esperaba el semáforo, tocó bocina a lo loco emocionado al ver a una bruja cruzar el cielo en escoba. Tanto bocinazo injustificado ofendió a la bruja, y entonces puteó al conductor y lanzó esta maldición endiablada sobre la Ciudad. 
Se supone que es desde ese día que las bocinas no funcionan como quieren sus usuarios. O no suenan o suenan sin que nadie las toque, o suenan demasiado fuerte y aturde al tránsito, a veces provocando más choques, o suenan como el grito de una película de terror, o suenan imitando el ritmo de alguna canción de cancha, o incluso a veces pareciera que las bocinas conversan entre sí.

Otros hablan de una gran familia de mecánicos rusos que, hace muchos años, en una noche de borracheras, quisieron fastidiar a la Ciudad entera, así que arruinaron las bocinas de todos los autos habidos y por haber. 
La mayoría que escucha esta historia no puede estar de acuerdo con la hipérbole del "habidos y por haber", y en muchos bares, éste es un tema de discusión muy recurrente entre los que ya van por la segunda ronda. Que cómo un pequeñito grupito de personas va a hacer tremenda operación en una sola noche, que encima estaban borrachos borrachos, que sí, que la historia es una tontería, que no explica por qué andan mal las bocinas de hasta los turistas, que no escuchaste, que la historia dice "los autos habidos y por haber", que o sea son también los que vienen después, que vos te pensás que los mecánicos estos están todas las noches jodiendo las bocinas de los demás autos , que puede ser, que por qué no, que eso es chamuyo chabón, que más chamuyo serás vos, que qué te pasa a vos, que encima eran rusos los boludos, que qué tiene que ver, que eso es discriminación, que yo soy un cuarto ruso flaco, que qué te pasa, que ya está, que tranquilícense todos, que qué te pasa a vos, que piña que va, que piña que viene...

En una oportunidad, llegaron a la Ciudad uno de esos programas de lo paranormal. Querían saber si el rumor de las bocinas era cierto, y querían comprobar fehacientemente la razón del fenómeno. La gente por la calle les preguntaba cómo iba la investigación, y ellos contestaban que tal vez fuerzas inteligentes no-humanas ni terrestres ni comprobables podrían estar detrás de todo esto. Algunas personas se sorprendían, se sacaban fotos con ellos; otros los mandaba a lavar platos.
Lamentablemente, no lograron investigar nada porque a un taxista apurado no le funcionó la bocina y los atropelló. Por suerte las ambulancias llegaron pronto (porque las sirenas sí funcionan bien). Estuvieron en el hospital algún tiempo y apenas se recuperaron, tomaron sus cosas y se fueron.

La gente de la Ciudad ya está acostumbrada al problema de las bocinas, por lo que tienen un especial cuidado al cruzar alguna calle. El mayor problema ahora es cuando a veces, ya entrada la noche y pocos están conduciendo, la mayoría de los vehículos que están estacionados en los cordones o en los garages comienzan a sonar sus bocinas, haciendo a los perros ladrar, despertando a todos los barrios. Dicen que esto pasa cuando la bruja que lanzó aquella maldición vuelve a cruzar los cielos de la Ciudad, y se divierte a carcajadas desde su escoba.
Mi mamá me contó que una noche de verano esa bruja la ayudó a colgar la ropa. Me contó que se lo dijo, pero no recuerda su nombre.

sábado, 6 de junio de 2015

El otro pacto fáustico

Mandinga se bajó del taxi en la puerta del bar gitano, transformado en un joven zaparrastroso, con ropas superpuestas de colores descuajeringados y zapatos de rojo gastado. Entró al lugar y se aproximó a la barra, sin prestarle atención a la música inacústica ni a la sarta de pecadores que ocupaban las mesas. Éstos tampoco le prestaron atención a él. Los hippies no caen muy bien allí.
El Gitano lo estaba mirando desde que entró, y antes de que Mandinga dijera nada, dijo:
- Ya avisé que no te voy a dar nada.
- No seas tonto. Es una de las mejores ofertas que hice esta era.
- Aun así no voy a darte nada.
- Sabés que no me cuesta nada cerrarte este antro, ¿no? Con señalar el agujero que tenés en la pared alcanza.
- Hacelo - desafió el Gitano-. Esto no está abierto por economía, y aunque se cierre, nos pertenece. Esta bar ya no es tu Bar. Este pedazo de mundo es nuestro.
Mandinga se enderezó, con tal sombra que desmentía el disfraz colorido que llevaba.
- No te confundas. Un pedazo de mundo recrea el mundo entero, un retazo pluraliza el total, un fragmento es en potencia todo lo que falta y todo lo que ya es. No te confundas, gitano. El infinito es mi dominio. Y todos sus rincones son míos.
Y sonriendo con sus dientes maliciosos, se alejó de la barra con paso firme. 
Observó en una esquina del bar a una figura solitaria que se inclinaba sobre la mesa al escribir sobre un papel. Era un tipo alto. Mandinga se acercó a la mesa y mirando el vaso rojo ya vacío, preguntó riendo:
- ¿Cómo la estás llevando, eh? Vale, y también valerá, la pena el pacto, ¿verdad?
El Poeta se levantó y endureció sus ojos bajo el ala del sombrero. Tomó su maleta llena de papeles y se fue del bar. Mandinga sonrió al leer el papel sobre la mesa que rezaba "No".
Entonces el joven saparrastroso también se fue, y los borrachos se despidieron con burlas. Detrás de él, salió por la puerta el Gitano y miró por la vereda. Dos figuras oscuras se alejaban caminando en direcciones opuestas, espejadas. Imposible definir qué sombra era quién. Quién era la de quién.

El Gitano volvió a entrar al bar y lo vio vacío. Completamente. Escuchó las palabras de Mandinga de nuevo en sus ojos, y tuvo miedo.
Para sacarselo de la cabeza, corrió a la barra y gritó sonriendo que la próxima ronda la invitaba la casa. Todos los gitanos y borrachos festejaron la noticia.

sábado, 16 de mayo de 2015

El olvido de los dioses

Lanzas de dioses olvidados rajan el cielo de dioses olvidados.
Y más allá, en el rincón más recóndito del Infierno, un acólito del diablo llora al descubrir que el diablo siempre fue él.
Y es como la pena mía, como cargar un gran espejo sobre mi espalda. Y dios no me ve. Ve una nube.
Es que el otro día pensaba en amar y en cómo se vería la lluvia en otro lugar que no sea este. Sin el tiempo, sin la obligación que tiene de caer. Me imaginé flotando rodeado de la lluvia. Y pensé mirando alrededor, qué tristeza la infinidad donde no llueve.
Les juro que por esto estoy muriendo. Estoy a punto. Y la vida no tiene intención de pasar delante de mis ojos. No. Se va por atrás y con miedo. O tal vez es la vida la que me mira y no yo a ella. Y me mira como se mira la luna a través del esqueleto de un edificio.
Yo estaba en un colectivo cuando supe que no iba a poder escribir esto nunca. No porque no tuviera lápiz. Sino porque no significaba nada. Porque el colectivo siguió incrustándose en la pared, y los vidrios estallaron sin importarles.
Les juro que por esto estoy muriendo. Que no sé lo que escribo cuando escribo. Y esa idea suele gustarme. Si alguien lo descubriera, por favor, no me lo diga.

Y pienso: qué tristeza la infinidad donde no llueve.

Los que habitan las sillas vacías

Los vemos constantemente. En nuestras casas, en las salas de espera, en las plazas, en las escuelas, en los colectivos, en las fiestas, en las bibliotecas, en las pizzerias, en las estaciones de tren. Mi mamá una vez me habló de los que habitan las sillas vacías. Me dijo que ella, cada vez que se sienta en alguna silla, le agradece al aire, porque sabe que alguien le está cediendo el lugar. Me dijo que no le crea a nadie que me diga que son fantasmas. Que no le crea a nadie que me diga que los fantasmas no existen, ni que tampoco la soledad.
Los vi. Creo que nadie no los vio nunca. Y me entristecen mucho estos seres, así de solos, así de inexistentes, que se sientan en sillas para ser algo, para no desaparecer. Cumplir la fantasía de ser.
A lo mejor se sientan a esperar.
A lo mejor se sientan a llorar un poco.

martes, 24 de marzo de 2015

En este haiku / Confieso que siempre fui / Mentiroso. (V)

Sucede a veces,
Cuando el alma gime
Detrás de mi voz.

No encuentro el cielo. 
Ese que debía mirar
Cuando partieras.

Hay algo de vos
Que recordaré feliz
Como un regalo.

Soy vagabundo
En un barrio enfermo
De hombres sin alas.

Son nuestros cuerpos
Los que bailan la canción.
¿Los llegás a ver?

Yo, Yo, Yo y Yo.
Señalame cuál de ésos
No sabe sonreír.

Arriba o abajo
A algún lado, no importa.
Aquí, da miedo.

Hay autómatas
Que construyen mis sueños,
Pero no duermo.

Siempre oculto.
Inventor de relojes
Sin cuerda alguna.

Sobre la cama.
Marioneta de muerte
Con manos blancas.

Apaga la luz.
La sombra se refleja
En mis pasillos.

Nos construimos.
Camino de dominós
A cada paso.

Y detrás de él
Salió en su búsqueda,
Solo, su alma.

En mis loqueros
Las camisas de fuerza
Son los abrazos.

sábado, 14 de marzo de 2015

El miedo a lo oscuro del parpadeo

Una vez me dijeron, o leí que me dijeron, que las nubes que pasan lento por el cielo naranja son aquellas que se perdieron después de una tormenta. No sé si eso tiene algo que ver con nada, con algo, pero de alguna forma las palabras comenzaron a escribirse. Aunque no las escriba, siguen escribiéndose en un plano invisible, como un tatuaje del otro lado de la piel. Porque es una mentira que escritor es el que escribe. Mentira que lector es el que lee. Mentira que poeta es el que siente. Mentira que mentiroso es el que miente.
Me temo que cada vez (me) entiendo menos, cada vez menos (me) sé . 
- ¿O es que temés que te guste?
- No sé.
Atrás de la pared del armario donde guardo mis yo muertos y mis chistes viejos, hay otra mano que sostiene un rosario roto, hay otra mano que toca la piel de hueso. A veces la escucho crujir, gruñir, como las calesitas de barrios olvidados acá a la vuelta. Pero ya le temo a tantas cosas que por reales que sean todos los dedos y los huesos, no les temo. (Mentira.)
- Encontré en el cordón de la vereda un papel con una lista de cosas que hacer para la Navidad pasada. Lo primero es estrenar algo naranja. Después dejar una silla vacía y comida servida frente a ella, como si alguien fuera a llegar en cualquier momento. Dice que hay que buscar por todos lados, por los cajones, armarios, debajo de la cama, pero no dice qué buscar. Dice que hay que cenar después de la 00:00. Y comer mandarina de postre.
- Quien realmente haya hecho eso, tiene mucho miedo.
- ¿A qué?
- No sé. A la muerte, a lo oscuro del parpadeo. A que nadie ocupe la silla, o a no encontrar nada debajo de la cama. 
- Lo bueno de los miedos, es que muchos no son racionales. 
- ¿De dónde dijiste que lo sacaste al papel?
- Lo encontré en la calle.
- ¿Me lo regalás?

No sé si todo eso tiene que ver con nada, con algo.
Mentira. Sí, sé.
Mentira que poeta es el que miente. Mentira que mentiroso es el que escribe.
Mentira. No, sé.
No sé.
Pero allá vuelve la tormenta, al final de la calle, a buscar las nubes que olvidó.

La señora a la que todos saludan

Hay una señora a la que todos en la Ciudad saludan. Pasea a pasito veloz y sonriente, ya sea con su carrito de compras, paseando al perro o estrenando vestido. Se la ve por todos lados, y cada vez que se cruza con alguien, la saludan. Y es una acción tan simpática como involuntaria. Cuestión importante, porque en ese saludo espontáneo de agitar la mano, inclinar la cabeza o mencionar un nombre, yace, no sólo el misterio arbitrario del universo del cual surge la pregunta de dónde sale el impulso de saludar a la mujer, sino que también yace la completa ignorancia de quién es esa mujer. 
Nadie en la Ciudad sabe quién es, ni de dónde vino, en qué calle vive... Es decir que, cuando pasa por una parada de taxis y el tachero la saluda con un "Buen día, señora Silvia", en realidad el hombre no la conoce, ni sabe si Silvia es su nombre en verdad. Pero el impulso indescifrable es ese. Así, a la señora la llaman Silvia, Ofelia, Rachel, Raquel, Graciela, Doña Eva, Doña Carola, Doña Juana, Doña Cora, Señora Josefina, Solange, Berta, Sofía, Clara, Ashley y Marcela en menos de dos cuadras. Peor es cuando el mismo carnicero la llama Mademoiselle Juliette a la mañana y Rosa por la tarde.
Muy pocos se atreven a sospechar que esta señora es en realidad un fantasma. O por lo menos, el reflejo de una mujer en otra ciudad. La mayoría sólo confirma el hecho de que no importa quién sea o de dónde venga, y se conforman con divulgar la creencia de que si alguien acierta en saludarla con su nombre verdadero un día viernes entre las diez de la mañana y las dos de la tarde, se le cumplirá un deseo.
La señora, por supuesto, no se entera nunca de nada de esto. Ella sólo desea algún día conocer el nombre de todas esas personas que siempre la saludan. Aunque algunos sospechan que en realidad, el universo le tiene prohibido conocerlos.

miércoles, 7 de enero de 2015

Niño de ceniza

Anoche me visitó un niño de ceniza. Él me dijo que lo llamara así, y así lo hago aunque recuerde un nombre, pero es un nombre que me quedó rebotando en la mente, y lo más probable es que sea un nombre que haya soñado o inventado esta noche para él.
Había logrado dormirme abrazado a la almohada, dejado de la sábana arrugada, en donde en alguno de sus pliegues seguro comenzaba a perderse un libro. En algún punto comencé a soñar con un incendio. Nada fuera de lo normal. Los incendios, las diagonales, los pasillos, el mar, son lugares oníricos comunes para mí. Y entonces un olor se infiltró en mi nariz y el incendio crecía más y más. Podría ser fuego, pero no, era algo distinto: un olor a viejo, o al pasado, a lo que ya no existe, como un olor a árbol consumido por las llamas cuando el viento ya lo sopló. Abrí los ojos y llegué a temer un incendio de este lado de los párpados, pero me tranquilicé al ver a un niño ceniciento y agrietado parado al lado de la oscuridad de mi cama, mirándome con ojos carbón. No tenía cara de niño. Era algo como una imitación un poco monstruosa de un rostro infantil, pero le creí cuando me dijo:
- Hola. Soy un niño de ceniza.
No tuve intención de encender el velador. No solo porque la lámpara se había quemado antes, sino porque sentí que le molestaría. Yo podía ver su figura de fondo de cenicero y él supongo que podía ver mi rostro de viejo en cama a las dos de la mañana. Eso también lo supuse, porque al reloj no le funcionaba la batería.
- ¿Tenés miedo? - preguntó.
- Sí.
- ¿De mí?
- No, no de vos.
- ¿A qué le tenés miedo entonces?
- Todavía no lo sé. Aunque sospecho que a mí edad se me permite temerle a todo. O capaz era al revés y no le debería temer a nada, no me acuerdo.
El niño se rió con una tosecita que lanzaba ceniza de su boca vacía. Miró alrededor, los muebles donde se amontonaban los libros y los papeles sueltos, las dos o tres fotografías que guardo, el cuaderno debajo de la silla que un día se me cayó y nunca más levanté, el armario pequeño... 
- ¿Estás bien? - pregunté. Que observara tanto me intimidaba. En la oscuridad, los rincones son más hondos.
- Estoy aburrido - dijo el niño de ceniza haciendo un gesto de berrinche con los brazos- ¿No tenés nada divertido acá?
- Tengo libros.
- Yo no puedo leer - dijo triste.
- ¿No sabés leer?
- No sabría decirte... No veo lo vos comprendés por "ver", así que...
Me di cuenta de que estaba tratando al niño como a cualquier otro niño humano, o como al fantasma de un niño humano.
- ¿Quién sos? - pregunté entonces.
- No sabría decirte. Creo que durante algún tiempo fui, pero ahora no estoy seguro. No me siento ser. ¿Vos te sentís ser?
- Tampoco sabría decirte, sinceramente.
- Entonces en eso nos parecemos - dijo el niño de ceniza y rió de nuevo con esa tosecita.
- ¿No tenés nombre? - de nuevo pregunté.
- Yo ya me presenté. Vos sos el maleducado que aún no lo ha hecho.
- Uh, es verdad... Bueno, soy Tomás, mucho gusto - y le extendí la mano, pero el niño de ceniza no me la estrechó.
- Comprendeme. Si te toco puede que me deshaga, no lo sé muy bien.
- No sabés muchas cosas sobre vos mismo. ¿De dónde venís?
- Creo que de acá mismo.
- ¿De mí habitación?
- Creo que sí, no lo sé...
- ¿Y si te pregunto qué hacés acá...?
- No creo que obtengas mejores resultados.
Nos quedamos un momento así, callados. Ninguno de los dos entonces sabía mucho acerca ese niño ceniciento. Pero no era algo malvado, podía sentirlo, sólo estaba aburrido.
- Si no sabés leer, ¿querés que te lea algo? - propuse.
- Está bien.
Moví levemente las cortinas para que entrara suficiente luz de calle para iluminar las pequeñas páginas de un libro y que el niño de ceniza permaneciera en las sombras. Iba pasando las páginas y le mostraba los dibujos e incluso de vez en cuando el niño preguntaba algo. Se había acomodado al pie de la cama, donde la luz no lo alcanzara y se rió un par de veces con su tosecita gris. De a poco le iba entrando el sueño, y antes del amanecer, antes de terminar el libro, el niño de ceniza se durmió, acurrucado en un rincón de la cama. Yo seguí leyéndolo hasta al final porque también extrañaba a ese pequeño príncipe, al ser niño, y después de apreciar la simpleza de dos colinas y una estrella en una última página, yo también me dormí.

Desperté con el sol molestándome la cara y con El Principito en la mano. El niño de ceniza ya no estaba. Miré alrededor, en el resto del departamento, pero no estaba. Me sentí triste. No había un sólo rastro de ceniza en la cama ni en ninguna parte. Traté de recordar, pero no era algo preciso: sólo tenía presente una figura de fondo de cenicero y un nombre. Un nombre que era el mío, pero de algún modo, a él le quedaba mejor.