lunes, 28 de abril de 2014

En este haiku / Confieso que siempre fui / Mentiroso. (II)

                    Por la escalera
               Tiré todos mis miedos.
               Una gran caída.


               Ella y el mar
               Disfrutan disputarse
               Tu pálida luz.
          
     
               Sólo la lluvia
               Puede consolar mi sed
               De toda tu piel.


               Esperar duele.
               En los rincones sin luz
               La muerte abunda.


               Abrí tus ojos.
               Para vivir tus sueños,
               Dejá de dormir.


               ¿Escribo, sombra,
               Tu destino, o espero
               A ver qué pasa?


               Sólo en el sueño
               Las noches son eternas.
               Las lunas mueren.


               Mucho me oculté
               Donde esos espejos
               No me alcanzaran.


               El viento habla.
               Cuenta secretos. Tal vez,
               Hoy sepa de vos.


               A veces, haiku,
               Diecisiete sílabas
                     Son muy poquitas.



               ¿Se acaba antes
   La estupidez humana
   O este planeta?


               La única forma
         De sentirte cerca, mía,
         Es escribiendo.


               Avanza, sombra,
         Sobre ecos fangosos.
         Silencio y Ruina.



               Soy un fantasma
               Que te aguarda en silencio
               Y muere solo.


               No nos maltrates.
               Enséñanos a amar
               Y te amaremos.


               Las calles gritan
               Por el niño con hambre.
               Ya sé. No las oís.


               Alguien se muere
               Justo en este momento.
               Lo sabías, ¿verdad?

Primer acercamiento a...

El miedo...

Una noche...
- ¡¡Mamá!! ¡¡Mamá!! ¡¡¡Mamá!!!
- ¡¿Qué pasó?! ¡¿Qué pasó, Tomy?!
Lloro y me abraza.
- Fue un sueño feo, nada más. Ya pasó.
- No...
Lloro. La sangre y sus caras pálidas. Todavía las veía del otro lado de mis ojos.
- ¿Me querés contar?
- No...
- Si es algo que no querés que pase, me lo tenés que contar, así no pasa. Los sueños son celosos como los deseos, Tomy.
Se lo susurro gimoteando. No quería que mis hermanas escucharan.
- Bueno... Ya está. Andá a mi cama con papá así cambio las sábanas.

Hubo otra de esas noches...
- ¡¡Mamá!! ¡¡¡Mamá!!!

Y otra más...
- ¡¡Mamá!! ¡¡¡Mamá!!!

Y otras más...
- ¡¡¡Mamá!!! 

Y después no fue de noche. La oscuridad y el miedo escaparon de la cárcel onírica y me sentí en muchas pesadillas diurnas, todas creadas por mí. Y lloraba esperando que mi mamá me despertara y me diera un abrazo. Pero no. Ya estaba despierto. Y no había abrazos, sino doctores.
El psicólogo me preguntó si le tenía miedo a mis papás. Y al principio no entendí la pregunta. Le dije que no.
El psicólogo me preguntó si creía en Dios. Le dije que sí, pero que a veces me olvidaba de rezar a la noche, y que capaz por eso tenía sueños feos.
El psicólogo me preguntó si tenía miedo de que Dios o alguien me castigara por algo malo. Y al principio pensé en el Hombre de la Bolsa. Le dije que no.
El psicólogo me preguntó si quería a mis papás. Y no entendía por qué preguntaba esas cosas. Le dije que sí.
El psicólogo me preguntó muchas cosas. Y al final dijo: "Es miedo". Mi mamá pensó que era tierno que me preocupara por ellos. Mi papá pensó que yo era un exagerado, que no sabía qué era "el miedo de verdad". 
Un día el psicólogo dejó de preguntarme cosas y me dijo que ya habíamos terminado. Que ya estaba bien. Y yo pensé: "Estoy curado".

Hoy en noche, sigo teniendo sueños feos. Pero ya no mojo la cama. 

*Alguna verdad: No me agradan los psicólogos.

jueves, 17 de abril de 2014

El Bar

- Es inútil - se lamentó el más viejo de los Hombres Sabios.
- Nunca saldremos de aquí - repitió el loro.
Alejandro Dolina, Bar del Infierno.

El Bar es inacabable. Existe y existió desde que el tiempo tiene principio. Las mesas, la barra, las sillas, las copas, las paredes rojas, los borrachos, las mujeres, todo se extiende y aparece una y otra vez, sumido en una oscuridad tenue, en una luz pobre, a lo largo y ancho del lugar, hasta más allá del horizonte (si se puede establecer que existe uno).
La mayoría de los habitantes transcurre su existencia en el Bar con una regularidad dramática y monótona, contando monedas para poner en la rola la misma canción que ya está sonando, robando besos sin dueños, rompiendo copas de alcohol al tropezar, llorando un amor que se alejó a otra silla. Muchos de los habitantes del Bar son meros clientes, que deambulan por entre las mesas o por la barra hasta que se les da por tomar algo. Cuando terminan, se levantan y vuelven a su caminata sin rumbo (si se puede establecer que existe rumbo alguno) hasta que quieren otra copa, y así desde siempre. Con los mozos pasa lo mismo: no hacen más que limpiar las mesas y los pisos, hasta que viene algún cliente y le sirve. Tal vez intercambian alguna frase.
- ¿Todo bien?
- Bien.
- Qué frío, ¿no?
- No en realidad.
Hay un grupo de habitantes que no piensa en nada más que escapar del Bar. Los Sabios, que dicen saber las cosas y tienen barba, y los Poetas, que dicen entender las cosas y llevan sombrero, son quienes dirigen y discuten el plan. Las voces se mezclan y difícilmente se ponen de acuerdo.
- El Bar es infinito – dicen los Sabios- Existe una salida, pero hacia donde vayamos, no la encontraremos. Estamos atrapados en su infinidad.
- Las salidas son también infinitas – dicen los Poetas-, pero todas son falsas. Lo único real es el Bar.
- Lo único real es lo que hay afuera – refutan los Sabios.
- El afuera no existe – refutan los Poetas.
- Existe la salida, por lo tanto, también el afuera.
- No hay salida verdadera.
- Hagamos una – dice el resto del grupo, que no tiene barba ni lleva sombrero, viendo que el problema recae en la aparente falta de salidas que lleven a algún lugar.
Entonces los Sabios estudian la arquitectura del Bar. Se los ve golpeando las paredes, anotando datos sobre sus pieles ya repletas de conocimientos. Algunos se alejan en busca de rincones débiles y nunca se los vuelve a ver.
Finalmente, los Sabios reúnen al grupo. Han encontrado una porción de la pared que en teoría es la más débil y un mozo ha improvisado una bomba con licores y trapos. Todo está listo.
- Va a funcionar – dicen los Sabios.
- No va a funcionar – dicen los Poetas- Esto ya fue hecho por otro grupo igual a éste en otro sector del Bar igual a éste, y se volverá a hacer. Porque el Bar no puede fragmentarse. Todo seguirá igual.
Se escucha la explosión. El grupo entero se dirige al agujero en la pared.
- ¡Una salida! – gritan los Sabios- ¡Vamos!
Todos atraviesan el agujero, mientras algunos clientes y mozos sin entusiasmo los ven desaparecer. El grupo corre por la oscuridad hasta llegar a un bosque. Siguen corriendo entre sus árboles y cantos de aves. Al atardecer, se detienen en un arroyo a tomar agua, luego siguen y no paran hasta el anochecer, hasta llegar a una playa con un mar negro y un cielo estrellado.
- Es inútil – dicen los Sabios y los Poetas al mismo tiempo.
- Nunca saldremos de aquí – dice el resto del grupo.

 
Mi papá me contó que ese grupo regresó a las instalaciones oscuras de paredes rojas (si se puede establecer que el regreso, cualquier regreso, es posible). Los Sabios ya tenían un nuevo plan para enfrentar el mismo problema.
- El Bar es infinito – decían los Sabios- Debemos construir una ciudad. Construir casas con muchas puertas y ventanas, edificios altos que tapen el sol, fábricas que coman árboles, bares con mucho alcohol. Tenemos que destruir el infinito reduciéndolo en algo más efímero y finito. Que el infinito se vea atrapado en nuestra finitud.
- Es una ilusión – decían los Poetas- Sólo construirán un laberinto hecho de puertas que llevan a otro laberinto igual a ése. Porque el Bar no puede ignorarse. Todo seguirá igual.
En el momento en que los Sabios, que decían saber las cosas y tenían barba, convencían a los habitantes del Bar para empezar a construir, los Poetas, los que decían entender las cosas y llevaban sombrero, les dieron la espalda y desaparecieron por el agujero de la pared. Se fueron lejos y ya casi no se ve a ninguno por ningún lado. En mi vida, yo me he cruzado un par de veces con uno de ellos.
Mi mamá me dijo que la Ciudad se construyó alrededor de ese bar, y que de la Ciudad nacieron todas las demás ciudades y el mundo. Los Sabios construyeron tanto, que pronto todos creyeron en lo efímero de las cosas y olvidaron la infinidad del Bar. Así, todos se volvieron mortales. “Menos mal”, dijo mi mamá, “porque a mí también me aterra el silencio de los espacios infinitos.”
Como ya el mundo alrededor de ese bar parecía tan grande, todos se fueron y el bar quedó vacío con un cartel que decía “Alguien Alquila”.
Muchos años pasaron hasta que un grupo de gitanos trotamundos que pasaba por la Ciudad vio el cartel y entró al bar. Era un localucho viejo, sucio, sin mesas, con una barra sin una gota de alcohol, y un agujero en una de las paredes que parecían ser rojas. Hacía mucho que buscaban instalarse definitivamente en algún lugar del Bar, por lo que tomaron el cartel y lo escondieron debajo del mostrador. “Son herederos del entendimiento de los Poetas”, acotó mi papá para terminar el relato de mi madre. “Son todos unos vagos”, le respondió ella.
Hoy en día, el Gitano a veces se confunde, y en vez de colgar el cartel de “Cerrado”, pone el de “Alguien Alquila”.
Pero no le preocupa. A decir verdad, ya a casi nadie le interesa ese bar.

miércoles, 16 de abril de 2014

Don Cualquier Hombre

Don Cualquier Hombre caminaba oscuro por veredas que preferían no ser caminadas por cualquiera. Era una noche sin color, y casi no había ninguna esperanza rondando en las esquinas porque las casas tenían sus ventanas apagadas. Pero sí había música. Una voz. Una mujer. En el aire. Que removía más rincones que un abrazo. Y Don Cualquier Hombre la seguía, como un perro hambriento sigue el aroma de un asado, o un enamorado el de un sueño.
No podía estar seguro de que tomaba las calles correctas. A veces la voz cantora callaba despacio y susurraba algún que otro viento. A veces los árboles le señalaban la dirección contraria a la que iba, pero él ya había aprendido a desconfiar de ellos. A veces sentía que no lo guiaban sus oídos, sino algo menos orgánico pero más vivo. A veces creía que tenía alma.
Y así, Don Cualquier Hombre llegó a unas escaleras que se hundían en la tierra y se detenían en una puerta. Observó el edificio que parecía ser como cualquier edificio, pero la voz provenía claramente de ese subsuelo. Ahora reconocía la letra, el tono triste que lo llevó hasta allí. Bajó los escalones, como sumergiéndose en un mar nocturno, con esa misma emoción y miedo. Golpeó la puerta, que se abrió en silencio.
Dentro, era como uno de esos cafés medio sonámbulos que nadie conoce, que nadie sabe dónde quedan, pero que deben existir. Todas las mesas estaban vacías y ocupadas por fantasmas, sombras y humos, y las únicas luces eran las que alumbraban una especie de escenario donde la voz cobraba el rostro de un tango eternamente triste. Entrar fue como hacer algo por primera vez de nuevo, sumergirse en ese mar como un niño. Y la voz de ella era el agua que lo inundaba todo. Y a él ya no le importó no saber nadar.
Don Cualquier Hombre reconoció a aquella que cantaba. La había visto muchas veces en su vida, en situaciones muy diferentes a esa. De lejos. Ajeno él y ajena ella uno del otro. Vestía como siempre lo hizo, porque odia los disfraces: siempre fiel a su túnica negra, siempre fiel a su cara de calavera y sus manos blancas de hueso.
Nunca había escuchado su canto. Cada canción, una lágrima tras otra, Don Cualquier Hombre escuchaba. Sin aplaudir. Sin hablar. Respirando como lo haría un pez, su voz. Y cuando cantó una nota particular, todos supieron que había sido la última de la noche, la definitiva. La Muerte agradeció con una reverencia desde el escenario, y los fantasmas desaparecieron a través de las paredes, y las sombras se deslizaron por debajo de la puerta, y los humos se filtraron por la cerradura y otras aberturas del café. Don Cualquier Hombre se quedó en el lugar, viendo las últimas lágrimas de la Muerte deslizarse por esos huecos negros. Ella se bajó del escenario y se sentó en una mesa cercana.
Ahora un silencio fúnebre era lo que inundaba el café. Don Cualquier Hombre la miraba, y le era imposible confirmarlo, a causa de la frialdad de su rostro vacío de facciones, pero la veía triste y sola. Se acercó y se sentó en la mesa.
- ¿Por qué no te fuiste vos también? – preguntó la Muerte.
- Quiero pedirte algo – dijo Don Cualquier Hombre.
- Sí… Ya deberían saber que hay peores cosas – dijo ella, y luego de una pausa agregó:- ¿Estarías pensando en ellos ahora, si yo no me los hubiera llevado? ¿Creés que te importaría recordar sus rostros, sus voces cada noche si no estuvieran debajo de los números en la piedra?
Don Cualquier Hombre guardaba silencio, mirando los huecos de La Muerte.
- He salvado a más de los que se lo merecían – siguió ella- No dejo de ser una sentimental. Me los llevo yo, antes que él los cubra en vida. Porque a veces al Olvido le gusta cambiar el tablero, y entonces son los vivos los que comienzan a ser olvidados como los huesos. Y ves personas que caminan sin nombre ni rostro porque ya nadie los recuerda. Pero cuando aún hay tiempo, cuando estoy segura que alguien los recordará, aunque eso ellos no lo sepan, me los llevo. Los salvo del Olvido.
La Muerte extendió su mano sobre la mesa.
- Porque, en el fondo, soy buena.
- Dudo que alguien me recuerde a mí – dijo Don Cualquier Hombre, mirando la mano huesuda de dedos filosos.
- Tenés que creerme. Hay alguien que sí lo hará. Yo no te mentiría.
- ¿Quién?
- No la conocés. Ella tampoco a vos. Pero te recuerda. Todos los días, desde que te vio por primera vez. ¿Qué te dije...? No dejo de ser una sentimental.
- ¿No sería mejor que la busque? – preguntó entonces Don Cualquier Hombre.
- Podrías correr el riesgo si quisieras  dijo la Muerte- Pero tenés que saber, que algo que no tiene comienzo, es siempre eterno.
Y comenzó a golpear la mesa con el filo de sus dedos, con un ritmo similar al de un reloj, en señal de que estaba esperando. Y Don Cualquier Hombre supo entonces que la Muerte nunca canta en vano.

sábado, 5 de abril de 2014

El Carnaval (quizás) del Mundo Entero (III)

Estaba oscureciendo cuando no pude distinguir en qué calle me encontraba. A esa edad, no me preocupaba ni le tenía miedo a perderme en la Ciudad, y cuando llegaba el Carnaval, toda cotidianidad se disfrazaba de aventura. Doblaba y doblaba las esquinas llenas de fragor, esquivando policías con cacerolas en las cabezas, infladores de globos, petisos llenos de besos rojos en los cachetes abrazados a mujeres, madamas de tetas grandes y viejas, vendedores de flores, afiladores de cuchillos y lenguas, espejeros de Asia, paseadores de perros.
Llegué a una avenida iluminada con colores boreales provenientes de rincones desconocidos, adornada con graffitis de sonrisas en los muros, con guirnaldas y trapos fluorescentes que colgaban de los faroles y árboles. Había papelitos coloridos y trozos de diarios desparramados por todo el asfalto, cubriéndolo en su totalidad. La avenida estaba repleta de personas disfrazadas que bailaban pasos alocados, liberados de toda regla, que levantaban los colores del suelo al ritmo de una murga mutante que, al escucharla, sentí que de alguna forma estuvo sonando en mi mente desde siempre. Entre los bailarines había superhéroes, monstruos de camas y armarios, una salchicha, una lata de Coca, flores, jugadores de fútbol, un Nietzsche, reinas de ajedrez, cuervos, políticos y una Mercedes Sosa. Todos con un disfraz y una máscara que devolvían una sonrisa eterna y plástica. 
Atraído por esa murga de colores y máscaras, me adentré entre los personajes para participar de ella. Pero por más que bailara, por más demente que fingiera ser, las caras de plástico sonriente me rechazaban y alejaban de mí. Insistí varias veces, y siempre quedaba solo, en medio de un círculo vacío, con papelitos en el piso y sonrisas ocultas más allá de la periferia. 
Reconocí una esquina de esa avenida disfrazada. Una plaza que la murga no llegaba a invadir, pero a los árboles les encanta atrapar sonidos entre sus ramas. La música resonaría por siempre. Me dirigí a la hamaca como si se tratara de un exilio, pero el vaivén del viento no podía alegrarme. No era el mismo baile.
- ¡Niño! - gritó un hombre con acento bruto. Vestía una máscara de déjà vu y cargaba una gran bolsa en la espalda. Temí que las amenazas de mi mamá se estuvieran haciendo realidad por quedarme hasta tarde en la calle y creí que el hombre de la bolsa me tomaría del brazo y me metería en la bolsa para llevarme - ¡Niño! ¡Bájate del columpio! No puedes andar por ahí con una única cara. Debes tener más caras, muchas caras, y mientras más caras tengas es mejor. Ten, te regalo. Yo tengo demasiadas.
Y sacó de la bolsa una máscara de plástico.
- Comienza a juntar tus caras esparcidas por el mundo, niño. Tienes que tener muchas caras. Nunca se sabe de qué te deberás disfrazar - y se fue, dándome la máscara y tarareando la melodía murguera.
Me sorprendí y asusté un poco al descubrir que esa cara que ahora tenía en la mano era la mía. Mi cara, de un frío brillante y sonrisa eterna. Me la puse, sintiendo el plástico contra mi piel. Y en ese segundo que tardé en ver a través de mi nueva cara, una niña apareció delante de mí.
- Hola - dijo. 
- Hola - dije. 
Ella sonreía de verdad, pero tenía los ojitos tristes
- ¿Estás tristes porque se alejan de vos? - pregunté, refiriéndome a la murga.
- ¿Cómo sabías?
- Porque a mi tampoco de dejaban bailar con ellos. Pero con la máscara, seguro que no pasa nada. Seguro que ahora nadie se da cuenta y podré bailar también... Qué lástima no estabas hace un minuto... Hubieras conseguido otra cara.
- Yo tengo máscara - dijo ella.
- ¿Y dónde está? - pregunté.
- La traigo puesta.
De repente me resultó cierto, y su sonrisa me pareció de plástico.
- Entonces, ¿querés ir a bailar? - dije.
- Yo bailo sola - contestó, y se alejó dando saltitos y giros por la plaza, desapareciendo tras los árboles.
Aquella fue la primera vez que la vi. 
Yo sí quería bailar la murga. Entonces me di vuelta y me choqué contra un hombre que vestía una máscara de déjà vu y que cargaba una gran bolsa en la espalda. Temí que las amenazas de mi mamá se estuvieran haciendo realidad.
- ¡Niño! - gritó con acento bruto - No puedes andar por ahí con una única cara. 
Y sacó de la bolsa una máscara de plástico.
- Tienes que tener muchas caras. Nunca se sabe de qué te deberás disfrazar - y se fue, dándome la máscara y tarareando la melodía murguera.
Esa cara era la mía. Mi cara, de un frío brillante y sonrisa eterna. Me la puse, sintiendo el plástico contra mi piel.
- Hola - dijo una niña que apareció delante de mí. Tenía una sonrisa de plástico, como el resto. Sus ojitos tristes eran lo único de verdad.
- Hola - dije. Miré hacia la murga de la avenida. Los colores y el ritmo volvían a atraerme. Seguro que ahora nadie se daba cuenta y podría bailar también.
Ella vio lo que yo había decidido.
- Yo bailo sola - dijo bajito, y sus ojitos me parecieron más tristes.
- Sí... Ya sé - contesté. 
Y ella se alejó dando saltitos y giros por la plaza, desapareciendo tras los árboles.
Aquella fue la primera vez que la vi.
Entonces me di vuelta y me choqué contra un hombre que vestía una máscara de déjà vu...