Mira el noticiero.
- Hoy son 9 años.
- Sí, ya sé, má...
Esperábamos esa noche desde hacía varios días. Que una banda tan conocida como esa se presentara en un boliche de Buenos Aires no era una ocasión muy común, y ese fue el argumento clave que mis amigos usaron para convencerme a que vaya. No era algo que me interesara demasiado (ellos siempre fueron los fanáticos), pero finalmente cedí a la idea de disfrutar aquella noche que prometía ser inolvidable… En eso tuvieron razón. Lo fue. Al menos para mí.
En la fila se entonaban las
canciones más famosas como si fueran himnos. Recuerdo que mis amigos se reían
porque yo no conocía la letra de ninguna. Intentaba que no se notara,
tarareando las que me sonaban, pero no había caso. Todo quedó a un lado cuando
las puertas se abrieron. Entramos a los empujones, adentro estaba mucho más
oscuro y repleto de gente. Para llegar hasta cualquier lado había que pasar por
ese lugar casi inexistente entre espalda y espalda de las personas… Mucha
gente. A ninguno nos importó.
Íbamos por el segundo vaso de
cerveza cuando las luces del escenario se encendieron y la banda comenzó a
tocar. El público pareció explotar con gritos y chiflidos, enloqueció. Y para
el gusto de mis amigos, yo también. No sé bien cuando pasó: alguien encendió
una bengala y la movía al ritmo de la música. Todos festejamos la idea. En ese
momento, tampoco a ninguno nos importó.
No pasó mucho tiempo de eso. En
medio de una canción, sentí cómo algo comenzaba a posarse suavemente sobre mi
cabeza y hombros. Caía del techo. Extrañado, pero lejos de preocuparme, abrí la
palma de mi mano, como esperando que mágicamente fuera lluvia. No. Sólo tarde
un segundo en averiguarlo. Eran cenizas.
Las luces se apagaron y la música
dejó de sonar. El rechazo del público, que estaba lejos de adivinar que pasaba,
se hizo presente. Entre los duros empujones traté de distinguir a alguno de mis
amigos, pero era en vano. No podía verse nada. Los llamé a gritos con el mismo
resultado ya que todos estaban haciendo lo mismo. Pero hubo un grito que se
alzo entre todos, un grito que nunca podré olvidar y ahora regresa en mis noches
de verano para encender el infierno de las pesadillas. Aquel grito, digno de
una película de terror, nos trajo a todos a la realidad: las llamas avanzaban
rápidas e indiferentes a nuestros deseos de vivir.
Todo fue muy confuso y turbio. En un
acto reflejo, lo primero que apareció en mi mente fue la salida de emergencia y
busqué alguna señalización entre la pesadez del humo que borraba todo y
comenzaba a llenar pulmones. Cansado de empujar, llegué a la puerta metálica
sólo para descubrir que estaba cerrada. El resto de las personas golpeaban la
puerta al grito de “¡Abran, abran!”. ¿Realmente existía en ellos la esperanza
de que la puerta se abriera? Yo no guardaba esa esperanza, no me iba a quedar
ahí, y corrí a la entrada.
Me es difícil pensar que en todo ese
tiempo que pasó, no se me ocurrió averiguar donde estaban mis amigos en aquel
caos. Tal vez tenía demasiado miedo y quería salvarme, pero ese razonamiento
nunca podrá quitarme la angustia y culpa que siento.
El fuego se avivaba más y más,
mientras yo luchaba por escapar de ese lugar como fuera, corriendo casi sin
respirar, pateando zapatillas ya sin dueños. En la puerta, el rose del aire
fresco enturbecía aún más a la multitud que se aplastaba entre sí. La
desesperación de la gente me empujaba y golpeaba. Tengo el recuerdo fugaz de
una chica que avanzaba muy cerca delante de mí, y en un segundo, tropezó,
perdiéndose para siempre debajo de los cientos de pies impotentes. Como los
míos, que aseguran con sufrimiento que no fue a la única persona que se vieron
obligados a pisar para escapar.
Luego de unos minutos eternos, logré
salir. Aire puro contaminado de la gran ciudad. Afuera era otro mundo, sin
embargo el caos era el mismo: las sirenas de las ambulancias, bomberos y
policías me aturdían, no podía pensar, había gente corriendo hacia todas
partes, gritos, gritos. Gritos. Me alejé unos metros sin motivo. El cuerpo
estaba cubierto de negro, los ojos ardían, tocía sin parar. Parado en la mitad
de la calle como una sombra, veía las camillas entrando y saliendo de las
ambulancias llevándose a chicos inconscientes, quemados, sangrientos, todos
negros por el humo. La vereda estaba colmada de heridos y de personas que
lloraban por sus amigos. Fue ahí cuando me acordé de ellos y corrí hacía allá,
esperando encontrarlos. A mitad de mi carrera, alguien me tomó por la espalda,
me puso un respirador en la boca y me subieron a una ambulancia que
prácticamente ya había arrancado. Tenía que encontrarlos. Mis amigos podían
estar en esa vereda, ¡podían estar en esa vereda! Sin pensarlo, quise sacarme
el respirador y saltar de la ambulancia, pero alguien me detuvo y dio un grito
que no logré entender. “Podrían estar en esa vereda…”
Lo siguiente que recuerdo es despertar
en un hospital. Mi madre estaba ahí y lloró al verme abrir los ojos. Casi no
pudo decir nada. Con la garganta dolorida y crujiente, le pregunté acerca de
ellos. Fue un segundo que el tiempo se olvidó de dictar. “No pudieron salir”
fue todo lo que me dijo y se dirigió una mano a la boca tratando de ahogar el
llanto. Tres palabras fueron. Sólo tres, para que mí interior se rompiera. Me
ahogué. Lloré. Grité. Lloré, sin saber cómo llorar, sintiéndolo todo inútil.
Nada drenaba el sufrimiento, no había forma de que desaparezca. Después de eso,
mi interior ardió, y arderá por siempre, como esa noche en Cromañón.
Tres palabras son más que suficiente
para destruir a alguien por completo.
Al día siguiente, un médico se sentó
en una silla al lado de mi cama y comenzó a explicarme los estudios que iban a
hacerme para encontrar alguna secuela de aquella noche en mi cuerpo. No quería
escucharlo. Finalmente, terminó de hablar y agregó: “Tuviste suerte”. Lo miré. ¿Suerte?
Mi enojo se vio reflejado en la fuerza del golpe que le proporcioné al doctor
en la cara, haciendo que cayera al suelo desde la silla.
Viejo pelotudo. ¿Suerte? Morir cómo
el resto de mis amigos esa noche hubiera sido suerte. Que ellos hayan logrado
salir de ahí antes de que sus cuerpos se desmayaran con sus pulmones colmados
de humo, condenándolos a ser parte de las docenas de víctimas que esa noche el fuego se
llevó. ¿Para qué quiero esta suerte? ¿Para vivir? Yo vivía antes de esa noche.
Ahora no estoy seguro de qué es lo que estoy haciendo. Lo hago todo sin
hacerlo, sin sentirlo. No puedo si quiera respirar hondo sin toser como esa
vez. Los doctores me dicen que todo eso es normal tras una situación como la
que viví, que pronto todo se me pasará. Mientras tanto, las zapatillas siguen colgando.
No sé cómo volver a vivir. A veces
pienso en tirarme desde el balcón. En apurar el trabajo que el fuego está
haciendo en mi interior, y respirar un poco de aire puro antes del fin. No sé
cómo volver a vivir con esto en mí. Lo recuerdo todo. Recuerdo cada momento,
cada sensación de pánico, la cantidad de chicos llorando en la calle, la última
vez que vi a mis amigos… Y lo daría todo por no recordar, para que tal vez así,
el 30 de diciembre sea sólo un día más en el calendario. Eso sí sería suerte.
Pero es algo que no pasará. Al menos para mí.