viernes, 31 de enero de 2014

Primer acercamiento a...

Volar...

En casa de mi tía, mi prima Fer me dijo:
- Vení, Tomy, ¿querés jugar al avioncito? 
- Mmm...
- Dale, no tengas miedo.
- Bueno... Pero con Tomasito despacito.
- Obvio, obvio. Vení, dame tus manos.
Estaba acostada en la cama, entonces me sujeto de las manos, colocó sus pies en mi panza y, sin mucho esfuerzo, me levantó, manteniendome así. En el aire.
Sonreí muchísimo. Movía los brazos y los pies. Los agitaba sin coordinación o ritmo, con plena libertad. 
- ¿Te gusta el avioncito, Tomy?
- ¡Sí, sí!
Pero no era un avión. Yo era un pájaro.

jueves, 30 de enero de 2014

La última gota

Y una puerta se abrió.
Lentamente. La oscuridad exterior se filtró en la casa luminosa y casi llega hasta el sillón, pero la sombra no entraría, divagaba en las hamacas rencorosas de la esquina. Había prometido no volver. Habíamos. Pero los de carne y hueso, solemos cruzar los dedos.
Entré, y cerré la puerta en silencio. Todo volvió a iluminarse. La noche se quedó afuera, y los pasillos reaparecieron ante mí. En menos de lo que vale la pena mencionar, volví a perderme, descaminando ese laberinto tan familiar como indescifrable. Cada giro repentino, cada esquina, era una esperanza que moría. Cada rincón, una memoria donde muchas veces gusté descansar, escribir. Pero hoy sería distinto. Sólo queda una gota de tinta para usar. 
Me adentraba en ese laberinto, y el silencio se volvía compacto, la soledad comenzaba a dejar marcas en la piel, la luz moría a cada paso. En una esquina traidora, la oscuridad me tapó. Era una distinta a la de la noche, ésta frazada no tenía luna ni estrellas. Ya había perdido. Otra vez.
A tientas, me acerqué a la pared y me moví, lentamente, hasta acariciar el rincón más cercano. Me acurruqué ahí, dispuesto a morir. Morir. Un poco por lo menos. Morir, para despertar en algún otro lugar. La vista, el oído, el olfato, el gusto, eran sentidos ya sin sentido para mí. Sólo podía apreciar la caricia nula del rincón. El corazón reducía su trote. Ya no quedaban esperanzas que bombear. Me acurruqué un poco más, abrazándome las rodillas, escondiendo la cabeza entre ellas, deseando despertar en el bar gitano, esperando que el rincón me comiera.
Una mano fría y pálida tocó la mía, creando el mismo contraste de siempre, devolviéndome todos los sentidos. Todo se iluminó hasta casi la ceguera. La manzana rosa debió inundar todos los pasillos con la esencia. Por supuesto. Ahí estaba.
- Hola - dijo, mirándome con ojitos contentos. No esperó respuesta para sentarse a mi lado- Te encontré.
- Yo era el que buscaba. Y no encontré - dije, mientras los pasillos desaparecían y resurgíamos de la luz en el rincón de un cuarto adolescente.
- Admito que el laberinto es difícil, sí.
- Nunca encuentro el centro, y mucho menos la salida.
- Demasiados callejones sin una. Demasiadas esquinas falsas...
- Y creo que me empieza a gustar el perderme.
- Dicen que no es sano.
- No... Pero me conocés. Ni verduras como.
Por la persiana se asomaba la electricidad de la calle vacía. A lo lejos, se escuchaban unas hamacas.
- Aunque... - continué diciendo sin mirarla- no sé por qué regreso. No debería volver. Ya tus ojitos no son tristes.
- Éstos son mis ojos ahora.
- Sí. Ya sé.
- Vos tampoco sos el mismo - agregó como en un reproche.
- Sospecho. ¿Pero en qué?
- ¿Te estás dejando crecer la barba?
- Ya te dije que no.
- Entonces no sé.
El cuarto tampoco era el mismo. Estaba limpio y ordenado, o por lo menos ya no había kilos de ropa en el suelo. Yo ya lo sabía. Sus ojitos no debían volver a ser nunca más tristes. Hay cosas que no deben repetirse.
Sin suspirar, me levanté del rincón, dirigiéndome a la puerta.
- ¿Ya te vas? - preguntó, algo parecido a una suplica- ¿No vemos una película?
- No. Estoy cansado de ficciones - y salí del cuarto. Me siguió hasta la puerta de la calle.
- ¿Por qué tan apurado? Recién llegás...
Ambos en el umbral. Un casillero que estábamos jugando hacía mucho ya.
- Llegué hace tiempo - dije- Sólo que era de noche, y no me viste.
Bajó la mirada, porque ella siempre siente que debe disculparse, pero no sabe hacerlo.
- La sombra está en la plaza... - agregué, casi como excusa- No quiero perderla.
- Yo tampoco quería perderla. Sólo pasó. La mía también debe estar ahí, pero esa ya no es mi sombra.
- Sí... Ya sé.
Tiremos los dados de una vez.
- ¿A qué viniste entonces? - preguntó bajito.
- A irme - contesté, y dí el paso hacia afuera.
Sus ojitos estaban tristes, pero no eran. Ya no. Ningún abrazo de despedida. Ninguna promesa a la deriva.
- Chau - dije yo.
- Chau - dijo ella.
Y una puerta se cerró.
Y la última gota de tinta cayó verticalmente desde el cielo.
Un punto final.

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martes, 21 de enero de 2014

Pasado por agua

Fui pasado por agua dos o tres veces ya. Y nunca quedé como nuevo, nunca como si el cordón no se hubiera roto. "El agua puede curar", dice mi mamá, sintiendo sus raíces de rió como venas. "El tiempo es el único que puede curar", dice mi papá. Pero se equivoca. El tiempo no cura nada, porque él también está herido.
La Ciudad se inunda. Los ojos se inundan. La libreta. El ayer. El mañana sigue en la superficie, flotando, perezoso, dejándose llevar por la corriente. Todo queda sumergido en un rincón imposible de alcanzar o siquiera soñar. Una bolsa de plástico, bailando en el aire, volando exageradamente alto sobre el mar, luchando contra el destino que lo llama a tierra. Y ni siquiera se pudrirá, porque no hay descanso. No hay tiempo en la Ciudad. Ninguna quimera monstruosa que nos despierte. No hay tiempo. No hay tiempo para preguntarse si en realidad uno merece esto, o quizás algo peor. Los pies fríos no pueden parar de correr. Ya tienen un destino, y los truenos, insomnio.
Todos tomamos lo poco que merecemos. A veces es apenas un abrazo. La mitad de uno, que se siente como la vida. Lindo, pero incompleto. A veces es dormir en un piso frío, llano, recuperador, lleno de polvillo. Dormir, también en una tormenta, en un Let it be, mientras la casa se inunda, junto al mundo, la Ciudad, los ojos, la libreta, el ayer, y ahora, también el mañana.

sábado, 18 de enero de 2014

El Carnaval (quizás) del Mundo Entero (II)

Uno de esos atardeceres saturnales de Carnaval, andaba por calles que solían ser desiertas y oscuras, silenciosas, que no ofrecían ningún atractivo más que el de una terrible soledad. Pero ahora estaban repletas de pequeños puestos manejados por los pocodientes, siempre listos para encajarte cualquier cosa por un par de mangos. Eran productos muy variados, a decir verdad: lociones para la pérdida del cabello (que literalmente causaban calvicie), caracolas que contenían el sonido de los truenos en la tormenta, manjares que pocos podían tragar, banderas de los países por los que pasaron (aunque muchos de éstos no figuran en ningún mapa), palos de golf con dibujos de demonios, DVD's de películas en blanco y negro, manteles que se manchan solos, pequeños espantapájaros que alejaban los malos sueños, ediciones del segundo tomo de la Poética de Aristóteles, tricicletas, radios que sólo pasaban tango.
Mientras me probaba una máscara de Comedia, una señorita de belleza extravagante, con piernas largas y pollera corta, salió del interior de una gran carpa roja puntiaguda.
- ¡Hey, vos, el de la máscara! - gritó, y todos en la calle nos dimos vuelta- ¡El de la de cartón! - agregó enojada, y sólo yo me quedé viéndola. Los demás prosiguieron con sus vidas.
Me hizo señas con las manos para que me acerque. Dejé la máscara y fui. 
- ¿Querés que tu futuro te sea revelado? - me preguntó.
Levanté mis hombros, con la esperanza de que tradujeran "no tengo apuro".
- ¿Cuantó tenés? - preguntó de nuevo.
- Diez.
- ¿Diez pesos? Bueno...
- No. Pesos, tengo cinco. Años, diez.
- ¿Cinco pesos? Bueno... Dos años por peso. Pasá.
Dentro, el aire era denso y olía a sudor y a la cera de las velas que iluminaban la sala carpera. Todo lo llenaba un aura caliente, como de caldo. Del otro lado de la sala había una leve cortina hecha de flores de la cual se escapaban risitas y gemidos suaves.
- ¿Vamos allá? - le pregunté a la señorita, con total inocencia lo juro. Me sonrió sin mostrar los dientes.
- Hay varias formas de revelarle el futuro a alguien. Todas son igual de efectivas, pero hay hombres que prefieren una sesión más... gustosa. Tal vez cuando seas más grande vuelvas y entres ahí. Por ahora, te toca la versión más barata. La apta para todo público.
Entonces, olvidándome de lo que comenzaba a ser una secuencia de gemidos rítmicos, me acerqué al centro de la sala, donde había una mesita circular y dos sillas. Justo en medio de la mesa había una botella transparente con lo que parecía agua.
- Sentáte - me dijo.
Me senté.
- Dame tus manos. 
Y las extendí a lo largo de la mesa, dejando la botella entre mis dos brazos. La señorita se sentó y agarró la botella con brusquedad. Tomó un sorbo, haciendo una cara graciosa, luego tomó otro, y otro. Cerró los ojos y alzó la cabeza. Comenzó a tararear una melodía que llegó a darme miedo, cantó un par de versos en inglés con brusquedad y agitó la cabeza hacia delante, dejando caer porción de su cabello negro sobre la cara. Tomó otro sorbo, un tanto más largo. Su cara ya no era graciosa. Medio endiablada, medio dormida. La boca parecía descansar anchamente. Abrió los ojos, o mejor dicho, los mantuvo entreabiertos, y dejó la botella justo en medio de la mesita como al principio. Tanto tomó que me dio sed, pero no me atreví a preguntar si podía beber.
- Okey... Emp... Empeshemos - dijo arrastrando las palabras- A ver... tus manos. ¡Ay, que pequeñititas que son!
Las tomó y puso la cabeza a la altura de la botella.
- Hacé como yo, nene. Ponéte ashí.
Y puse mi cabeza a la altura de la botella también. A través de ella y el líquido, podía ver a la señorita un tanto distorsionada, sonriendo como tonta.
- ¡Hola! - dijo riendose, extendiendo las vocales- Bueno, ya en sherio, empejemos... Te diré todo lo que se pueda ver... Ji no e' muy importante, no se ve. ¿Captás? Okey...
Mientras me miraba a los ojos a través de la botella como buscando algo, balbuceaba la misma canción de tintes metaleros. Finalmente, comenzó a hablar, con aún más dificultad que antes.
- A ver... No hay nada moy importante en tus prdóximos dos años. Vas a meter un gol en un torneito de morondanga... Encontrarás veinte pesos en tu cumpleaños... Te va a perseguir el rot... el rotwais... el perro grande ese del frente, dos cuadras te va a perseguir...  Nada interessante, che... A ver, prdóximos dos años... Bueno... Besharás a una chica y desa... y de-sa-pro-ba-rás una materia por primera vez. Lo interessante es que sherá el mismo día... Emm, ¿qué más?... Te cagarás a palos con uno de tus amigos... ¡Cool! Igual, bastannte aburrido hasta ahora, che... A ver... prdóximos dos annios...
En ese momento, atravesó la cortina de flores otra señorita, más bella, con piernas más largas y totalmente desnuda, seguida de un hombre que, sin camisa, salió de la carpa hacia la calle. La nueva señorita me miró y soltó una risita. Tal vez se reía de mi cara. Era la primera vez que veía alguna mujer desnuda.
- Dale, nene - me golpeó la otra en las palmas de las manos para que volviera a mirarla a través de la botella- Volvé, que te digo que no va a sser la última teta que veas. ¡Y vos entrá ahí, zhorra!
La otra señorita le hizo mofa y se dio media vuelta para irse. Levanté la cabeza de nuevo para ver esas nalgas atravesar la cortina de flores y la señorita al frente mío volvió a golpearme las palmas de las manos.
- ¡Pero, che! - gritaba- ¡Prejtá atención acá, nene! ¿Qué querés ver si todavía ni te paj...? 'Pera... Levantá la cabessa. Mirá hacia arriba, nene.
Colorado de vergüenza, hice lo que me pidió, sin saber el porqué.
- Eso que tenés en el cuello, ¿cómo te lo hiciste? - me preguntó despacio.
- Es mi mancha de nacimiento. La tengo desde que nací - contesté. De chico era bastante redundante al hablar, me temo.
Bajé la cabeza para mirarla y me gritó que la subiera de nuevo. Yo veía el techo de la carpa, intentando adivinar qué pasaba por la mente de la señorita. Pero nunca hubiera adivinado de qué se trataba.
- Quedáte acá, nene - me dijo, y desapareció del otro lado de la cortina de flores. 
En menos tiempo del que vale la pena mencionar, volvió a aparecer, acompañada de la otra señorita, que esta vez, llevaba un vestidito rojo de lencería que en verdad, no dejaba mucho a la imaginación.
- Mirá eso - le dijo la primera señorita a la otra y me hizo señas para que levantara la cabeza. Luego de unos segundo la bajé, para mirar a través del vestidito.
- Es él - dijo ella con gran felicidad- ¡Es él!
Fue ahí que no pude concentrarme más en mis pensamientos. Sólo estaba ahí, mientras esas dos señoritas se abrazaban entre sí. 
- Emm... ¿Quién soy? - pregunté con sincera curiosidad, la misma curiosidad con la que hoy todos nos hacemos la misma pregunta.
- Sos el Elegido. ¡Nuestro salvado! - exclamaron ellas- ¡Sos el Comedor de Tomates!
Y antes de que pudiera decir nada prosiguieron a contarme la historia de su pueblo (cuyo nombre no recuerdo de lo raro que era), que vivía atormentado desde hacía muchísimos años por una maldición en sus tierras. Plantaran lo que plantaran, ya sea girasol, trigo, pino, marihuana o soja, brotaban tomates. Las llanuras, llenas de tomates. Bajo las montañas, lleno de tomates. Todo prado que intentara cultivar algo, obtenía tomates. Durante unos años, la gente le sacó provecho, y fueron las tierras número uno en la venta y exportación del tomate, pero se fueron cansando. Prácticamente, no comían otra cosa. Algunas familias compraban en pueblos lejanos otros alimentos, pero no tenía caso. Todo les sabía a tomates. Un día, una vieja muy vieja del pueblo, la abuela de las señoritas, entró en una especie de trance tras comer tanta sopa de tomates y predijo que en un país lejano, nacería un niño con una gran T en la garganta y con un estómago tan insaciable que se podría comer todos los tomates del lugar para siempre.
En qué parte de la historia está la solución a la maldición, no lo sé. Plantaran lo que plantaran, los tomates seguirían creciendo por más que alguien se los comiera todos. Pero esa profecía puso contenta a las gentes, y pasaron los años, y seguían recordando.
- ¡Sos vos! ¡Sos el Comedor de Tomates! - exclamaban las señoritas al frente mío- ¡Vamos! ¡Vamos ahora! ¡Tenemos que llevarte a nuestro pueblo! ¡Tenés que comerte todos esos tomates!
- Pero a mí no me gustan los tomates - atiné a decir bajito.
Se quedaron congeladas. Se miraron un segundo, y volvieron a mirarme.
- ¡Qué! - dijo la del vestidito.
- ¡¿Cómo que no te gusta el tomate?! - gritó la otra.
- No me gusta el tomate. Me hace vomitar... Tampoco me gusta la leche.
- ¡¿Cómo que no te gusta el tomate?! - gritaron las dos al mismo tiempo, y se me abalanzaron con cara de lunáticas- ¡¡Tenés que comerte esos tomates!!
Con el mismo miedo que años más tarde tendría cuando el Rottweiler del frente se escapó y me persiguió dos cuadras, me levanté rápido de la silla y salí corriendo de la carpa hacia la calle. Los gritos de las señoritas me persiguieron por todos los puestos de cuadra, y los vendedores se reían, creyendo que escapaba por haber tocado los tomates de ellas.
Llegué a mi casa, todo transpirado y con ganas de hacer pis. Al salir del baño, mi mamá me retó por haber estado tanto tiempo en la calle, "en ese Carnaval", como decía ella de forma despectiva.
- Pero bueh... - dijo al fin- ¿Qué hiciste hoy?
No podía contarle que fui a que me revelaran el futuro porque me obligaría a ir a la Iglesia el domingo siguiente. Menos decirle que vi a una mujer desnuda. Me hubiera obligado a ir a la Iglesia todos los domingos del resto de mi vida.
- Fui a una charla de vegetarianos. Eran un pueblo raro - mentí.
- ¿Vos? ¡Qué raro! ¡Bah! En ese Carnaval me espero cualquier cosa... ¿Y qué dijeron?
Tarde unos segundos en responder.
- Que había que comer tomates.
- ¿Ves? ¿Ves? ¿Y qué te digo yo? ¡Tenés que comer tomates, Tomás! Desde mañana...
Bla, bla, bla, bla... Sí, mami. Sí. Lo que quieras. Pero tomates, no.

miércoles, 15 de enero de 2014

- ¡Mozo! ... Deme otro.

No siempre se trata de una actividad digna de compartir. Muchos tragos, como la soledad, saben mejor si se beben solo. A veces incluso la cuestión no es el sabor, sino simplemente beber, tomar, chupar, hasta embriagarse, emborracharse, empedarse. Lo que uno elija.
Muchas veces es una idea de liberación. Escapar de la realidad, demasiado sobria, o encontrarse con un otro yo, tal vez verdadero. Vos que leés, me dijo una amiga una noche, me vas a entender si digo que éste vasito, el ferne', ¡el alcohol!, es como la pócima del doctor Jekyll. Aunque en su caso, es difícil saber si Hyde es el sobrio o el ebrio.
Otros encuentran su valentía, o por lo menos, el fin de su timidez, y consiguen lo que se proponen esa noche. O terminan llamando a un número que debieron haber eliminado hacía tiempo (igual algunos se lo sabrían de memoria, lo sé) para rogar, o bien putear, al del otro lado. Muchos otros lo hacen para olvidar y llegar a los labios de jóvenes atolondradas, pero los pocos sabemos que el Licor del Olvido sólo existe en algunas calles de Flores, y que en esas noches se pueden rodear muchas cinturas, pero casi nunca la correcta.
Otros lo hacen por diversión, y terminan aburriéndose. Otros para reírse, para trabarse con las palabras, o par recibir cachetadas memorables, o para cantar como Gardel, o para cantar como la Mona Jiménez, o para sentirse triste, o para jugar a las escondidas, o para que los detengan la policía, o para errarle a la cerradura, o para abrazar a alguien, o para fingir un poco más, o para vomitar en algún rincón, o para mirar las estrellas y caer al cielo, o para componer poesía sobre el zigzag de sus pasos, o para decir la verdad, o para que sangre un poco menos, o para que sangre un poco más, o para que la copa rota siempre tenga un poco de vino rojo pa' beber.
A veces es sólo beber por el afán de beber. Para no perder la oportunidad, o la costumbre, de ser genuinamente falso.

lunes, 13 de enero de 2014

El Poeta (IV)

En mi vida, me crucé un par de veces con el Poeta. Es un tipo alto, de nariz puntiaguda y manos viejas. Dicen que si lo ves en la iglesia o te lo cruzas dos veces en un mismo día, te da mala suerte.
La última vez que lo vi, creo que fue en un sueño. Pero no tengo ninguna imagen suya presente, ningún eco de su rostro, ni siquiera uno de esos reflejos como de niebla que dejan las estadías oníricas. Sin embargo, sé que estuvo allí. Algo me lo dice... Es como si tuviera un rastro de tinta en un suelo gris, que termina en tres gotas irregulares, unos puntos suspensivos que no prometen nada. Hubo también un sombrero pequeño, que rodaba cuesta arriba por una montaña; parecía escapar, sospecho que de la mente oscura de su dueño.
Me desperté muy confundido, pero con la seguridad de haberlo visto. También tengo la sensación, perturbadora, de que me ha hablado. El Poeta nunca le habla a nadie. Ni en sueños. Eso se sabe. Por lo que ese sueño no puede significar algo bueno. 
Me callé, no se lo conté a nadie. Tal vez por miedo. Pienso que a lo mejor el Poeta le ha hablado a muchas más personas, pero que éstas no lo han dicho por las mismas razones que yo. No estoy seguro que eso deba tranquilizarme. "Mal de muchos, consuelo de tontos", dice mi mamá.
Si recordara qué fue lo que me dijo, creo que la tortura sería llevadera. ¿Qué susurro literario pudo haberme regalado el Poeta en aquel rincón? Pero en realidad, no quiero saberlo. Como un hombre oscuro nos dijo una vez, "La solución del misterio siempre es inferior al misterio". 
En los sueños, los silencios lideran el espacio del sonido, y las palabras sólo cumplen la función, casi estética, de ser un mero y superfluo ornamento. Eso se sabe.

sábado, 11 de enero de 2014

El Carnaval (quizás) del Mundo Entero

En las épocas en las que la sortija de la calesita era una reliquia inalcanzable y los terrenos baldíos zonas de guerra eterna contra los yuyos, solía llegar el Carnaval a la Ciudad. Quizás al mundo entero. 
La primera vez que lo vi, recuerdo, fue aquella tarde remota en que mi padre me llevó a conocer el hielo. ¿O eso fue algo que leí? Ya no puedo estar seguro. En muchos de los libros que leo o en muchos de los sueños que sueño, encuentro situaciones y personajes que ya había vivido y visto alguna vez en el Carnaval, lo que me lleva pensar que es posible que ese gran telón de circo que nos invadió durante tantos tiempos no fue más que una fantasía colectiva que nos permitimos vivir... o la vida, tal vez, no es más que un gran telón de circo que nos permitimos fantasear... o quizás la fantasía no es más que una vida que nos permitimos cirquear.
El Carnaval siempre llegaba de repente y en el momento menos oportuno. De un minuto al otro, todos los rincones de la Ciudad eran invadidos por una horda de todo tipo de atípicos sujetos que reían de millones de formas diferentes, aunque todos con pocos dientes. Siempre se pregonaba el regreso -cada 3 años, supuestamente-, pero también siempre se retrasaban de flojos, desprolijos y poco honestos que eran. Se dice que perdían la noción del tiempo cuando les tocaba pasear por las calles de Francia. Es posible. "¡Oh, Francia!" exclamaban todos con los ojos lagrimosos cuando, por casualidad, escuchaban el nombre de La Dulce. Es una suerte -y sólo es una expresión- que el Carnaval se retrasara tanto, porque cada vez era mayor la cantidad de personas que decidían irse con los pocodientes cuando éstos empacaban sus valijas, con sus pañuelos de colores y sus fantasías, y se marchaban. Si el Carnaval no hubiera dejado de aparecer, a la larga, hubiéramos quedado vacíos, todo el mundo se hubiera ido con ellos, y el mundo entero sería parte del carnaval. Incluso sin saberlo. Mi mamá, que nunca le gustó el movimiento carnavalesco, dice que eso fue exactamente lo que pasó. Sólo mirá la televisión. ¡Mirá la televisión!, me dice.
Recuerdo entre los extraños personajes que llegaban con el Carnaval a los vendedores de elixir, las gitanas que leían el futuro con los pelos de tu cara, goliardos obesos, los ciegos que bailaban tango, trapecistas en los árboles, borrachos de todos los alcoholes, príncipes mendigos, psiconautas, malabaristas sin sueños, ladrones de besos, bicicleteros de Irlanda, payasos tristes, titiriteros de medias, bailarinas lloronas, panaderos chantas, detectives sin resolver, misterios privados, capitanes de barcos hundidos, escritores, trocadores de sombras, mecánicos del corazón...

En una oportunidad, en una vereda del Carnaval donde todos reían a carcajadas y bebían vino de floreros y meaban mientras hacían todo eso junto, me crucé con un hombre de aspecto vagabundo, sentado en la sombra de un árbol. Tenía una latita vacía y un cartel que decía: "No quiero tu ayuda".
- ¿Y qué es lo que quiere? - le pregunté con inocencia.
- Hacer esto...
- ¿Estar bajo un árbol... sin querer la ayuda de nadie?
- Sí.
- ¿Y para qué tiene la lata?
- Por las dudas...
Y yo por las dudas, puse dos pesos.


Una noche, entré a una casa donde se amontonaba demasiada gente como para pasar desapercibida. Ventaja de niños: pasar por entre los cuerpo de los mayores. Delante del tumulto, pude ver a un hombre enorme, con piel de desierto y bigote de persa, que presentaba a otro muy flaquito y encadenado.
- ¡Este hombre es Dios! - gritaba, y la gente ahogaba un suspiro de sorpresa.
- ¿Cómo sabemos nosotros que realmente es Dios? - gritó uno, medio en pedo.
- ¡Yo mismo lo vi con mis propios ojos! - contestó el grandote- ¡Le da de comer a los pobres, acompaña a los enfermos, le sonríe a todos por igual, escucha con interés, le da el asiento a las viejitas en el colectivo, sin prejuicios mira a los ojos, y levanta la caca de los perros ajenos!
El público luego de un segundo de perplejidad comenzó a aplaudir con felicidad. El flaquito ni se inmuto. Y entre los gritos y aplausos se escuchó la voz de un niño:
- ¿Y por qué lo tienen encadenado?
Todo el mundo calló. El flaquito me miró, lleno de lástima.
- Porque yo - dijo el bigotudo- soy Satanás. ¡El Diablo! ¡El mismísimo Mandinga! Crean, o revienten.
El público no dijo nada. Algunos se miraron entre sí, levantaron los hombros, y se fueron. Los siguieron todos los demás, yo incluido.
Dios y Lucifer se quedaron en esa casa y no salieron nunca más. No les cabe la onda del Carnaval, al igual que a mi mamá. Demasiados pecados, dicen los tres.


Una vez, el Carnaval trajo un laberinto. El dueño lo cargaba sobre un camión y proclamaba que era el más pequeño y difícil del mundo. Se veía por fuera que era un cubo negro, no muy grande. Lo colocaron en la plaza y comenzó la fila para ingresar.
- ¡Vengan, vengan! ¡Entren al laberinto más difícil y pequeño del mundo! ¡Entren, vengan! Sólo pueden entrar una vez. ¡Sólo una! Y nunca más.
Emocionado, hice la fila, y veía cómo la gente entraba y salía al minuto con cara de confusión. Por fin, crucé el umbral y entré.
Estaba muy oscuro. La única iluminación que había era la luz natural que se arrastraba desde la entrada. No había pasillos. No había nada. Me acerqué a las paredes, acaricié los rincones, y no encontré nada. Busqué de nuevo. No encontré. Me sentí perdido, como en todo laberinto.
Me dí media vuelta y salí por el umbral de luz.
- No gané, ¿verdad? - le pregunté al dueño, que llevaba una capa roja y galera de ajedrez.
- No, mi niño - me contestó, y guiñándome el ojo y bajando el volumen de su voz agregó- Si alguna vez quieres salir de un laberinto nunca debes mirar atrás.
- ¡Pero la busqué! ¿Me jura que este laberinto tiene salida?
- ¡Por supuesto que tiene salida! Sólo que vos no la encontraste.
Dicen que nadie la encontró. Y que desde ese día, todos los que entraron se sienten perdidos. Pero por lo menos yo sé el secreto. 
Alguna noche de estas, lograré salir.

lunes, 6 de enero de 2014

Masquerade

Hide your face, so the world will never find you.
F. de la O.


Ocurre que mi casa a veces me asusta. Demasiado grande para tanto vacío y silencio, repleta de puertas, y rincones, y escaleras, y ventanas, y sombras tatuadas en la pared, y espejos, y sillas vacías, y libros sin leer, y muñecos fríos en la repisa, y cafeteras sin café, y... y... ¡Aaaaah! Todo me provoca gritar. Pero no lo hago. Últimamente, siento un suspirar en las paredes que no son los ronquidos de papá. Ya ni digo secretos al aire porque temo que esta vez, realmente los escuche alguien. Y los sillones me claman terror, y debajo de la cama mis monstruos también se ocultan.
Tantas puertas, trampas, tanto suspirar, me hace pensar que Erik está detrás de todo esto. Detrás de las paredes, escuchando y susurrando. Erik... U otro ángel que no es el de la música sino de algo más peligroso incluso. Anoche soñé otra vez que no era yo. Era un ser igual a mí, y me escondía detrás de los árboles o en los callejones oscuros de la Ciudad. Alguien me perseguía: un hombre alto con anteojos rectangulares y pelo como de escoba y que usaba, para escuchar mejor, uno de esos aparatos similares a flores metálicas por donde sale el sonido en los reproductores de vinilos antiguos. No tenía miedo. Me sentía triste. Recuerdo perfectamente una única frase que le susurré a ese sujeto: "Ya no quiero esconderme".
¿Soy yo el que se esconde del otro lado de las paredes? ¿Mi yo fantasma que me observa soñarlo? ¿Soñarme...? Erik está cansado de esconderse. ¿Por qué nadie lo comprendía en la Ópera? Ni siquiera al final, pudo escaparse de la máscara. Él está ahí, mi yo fantasma, del otro lado del espejo, como en un mundo paralelo al mío. O tal vez no. Puede que sea mi mundo el que está del otro lado del espejo, de la pared... Y lo está. Puede que sea yo el que está escuchando y viendo del otro lado... Y lo estoy. Puedo yo ser el fantasma. Entonces este rostro mío no es más que una máscara, una copia de mi rostro, una máscara transparente que no sede sin sangrar. Y sangrará, a menos que yo me detenga desde el otro lado. Y no lo haré, porque sé que espero que yo haga lo mismo. Tomo el cuchillo. Yo también.
¿Quién sangrará primero? ¿Quién sangrará más? ¿Quién esconde su rostro verdadero debajo de la carne? ¿Quién se detendrá antes de los nervios? ¿Quién tocará el hueso? ¿Quién sabrá cuánto puede cortar un cuchillo en verdad? ¿Quién se librará finalmente de la máscara?

Yo no.

Primer acercamiento a...

La bicicleta... (sin rueditas)

*Pedaleo* *Pedaleo* *Pedaleo* *Giro* *Caigo*

*Pedaleo* *Pedaleo* *Pedaleo* *Giro* *Caigo*

*Pedaleo* *Pedaleo* *Pedaleo* *Giro* *Caigo*

*Pedaleo* *Pedaleo* *Pedaleo* *Pedaleo* *Giro* *Caigo*

- Bueno, Tomy, basta. Dame que volvemos a las rueditas.
- ¡No! ¡Una más!

*Pedaleo fuerte* *Pedaleo fuerte* *Caigo* *Lloro*

- ¿No te dije yo, Tomás...?

*Lloro*

Resultado:  - Raspones en las rodillas y los codos 
                 - Una cicatriz cerca del izquierdo
                 - Perdida del miedo a caer
                 - Conocimientos básicos del ciclismo 

miércoles, 1 de enero de 2014

Primeras luces

No necesité demasiada ayuda para salir, sólo un par de brazos que no me dejaran caer por los escalones del bar gitano. Me gusta estar ahí. El vodka es barato, nadie pregunta nada, es un agujero de clandestinidad. Dos o tres paladas de tierra y podría ser también mi tumba.
Todavía algunos lanzaban juegos artificiales, pero ni la sombra les prestaba atención. Mis pasos se arrastraban un poco por el asfalto. Mi cabeza bailaba un poco con el viento noctámbulo. Había una caída inminente que guardaba hasta llegar a la arena. Creí escuchar unas risas lejanas, pero sólo era el eco de la plaza. Me perdí un par de veces. De repente me encontraba en calles que pertenecían a otra ciudad, o en calles reconocibles pero dadas vuelta. Al verme tan desorientado, un árbol me señaló el camino. Simpático.
Al llegar, me zambullí boca arriba sobre la arena, como si después mi mamá no me retara por ello. Igual que cuando chico, me era imposible dividir el cielo del mar. La negrura era completa, ni la luna se atrevía a brillar. Pero por primera vez, no quería verlo. Una sombra menudita se paró a mi lado y se quedó observándome. Me asusté. A veces da miedo recordar. Pronto, la sombra se disolvió con el mar.
El frío de la arena ayudaba con lo tomado, pero me recordaba que no había nadie a quien abrazar como hacía, exactamente, un año. Extraño más cosas que las que tengo derecho por recuerdos que quizá no merecí construir. Esta vez estaba solo. Tal vez siempre estuve solo. Tal vez sólo es una suerte de moderno Prometeo creado a partir de recuerdos y esperanzas muertas. Tal vez todos lo somos. O tal vez todos somos fantasmas. Fantasmas que aparecen y desaparecen de la vida de las personas. Tal vez nadie sea más que eso. Fantasmas. Llegó el momento de creer en fantasmas.

La sombra me despertó, jalandome el pelo. Llegué a creer que era alguien. Pero no era eso lo que me angustiaba, ni por lo que, de ser capaz, hubiera llorado. Había soñado que era niño de nuevo, que las rayuelas me divertían, que los muros eran altos y que odiaba a los perros. Y que mataba a un colibrí negro. Era hermoso, pero era malo. Mi papá no sabía eso, y se enfurecía... Hay cicatrices que sí sé cómo se hicieron, que aún no sanan y prefiero no ver.
Me levanté para observar mejor. Hay un amanecer en el océano que todavía no he visto. Tampoco fue ese que trajo las primeras luces del año. El pantalón se me caía. Me olvidé el cinturón. Temo que haya una razón ulterior de eso. En realidad temo temer eso.
Me dí cuenta que olvidé el celular en el bar, y me fui sin rituales, sin prestarle atención a la sombra menudita que me despedía con la mano.
En el bar, el Gitano me dijo:
- Una piba de ojitos tristes te busca. Está en el rincón.
Por supuesto. Ahí estaba sentada. Me acerqué.
- Dejaste tu celular - dijo.
- Si. Ya sé - contesté, y lo tomé de la mesa.
Fantasmas...
- Está tu sombra en la playa - le dije.
- Esa ya no es mi sombra.
- Sí... Ya sé.
Llegó el momento de creer en fantasmas...
- ¿Qué te pasa? - me preguntó, y durante un segundo no supe si irme de allí o pedir dos vodka.

Todavía estoy en ese segundo.