miércoles, 7 de enero de 2015

Niño de ceniza

Anoche me visitó un niño de ceniza. Él me dijo que lo llamara así, y así lo hago aunque recuerde un nombre, pero es un nombre que me quedó rebotando en la mente, y lo más probable es que sea un nombre que haya soñado o inventado esta noche para él.
Había logrado dormirme abrazado a la almohada, dejado de la sábana arrugada, en donde en alguno de sus pliegues seguro comenzaba a perderse un libro. En algún punto comencé a soñar con un incendio. Nada fuera de lo normal. Los incendios, las diagonales, los pasillos, el mar, son lugares oníricos comunes para mí. Y entonces un olor se infiltró en mi nariz y el incendio crecía más y más. Podría ser fuego, pero no, era algo distinto: un olor a viejo, o al pasado, a lo que ya no existe, como un olor a árbol consumido por las llamas cuando el viento ya lo sopló. Abrí los ojos y llegué a temer un incendio de este lado de los párpados, pero me tranquilicé al ver a un niño ceniciento y agrietado parado al lado de la oscuridad de mi cama, mirándome con ojos carbón. No tenía cara de niño. Era algo como una imitación un poco monstruosa de un rostro infantil, pero le creí cuando me dijo:
- Hola. Soy un niño de ceniza.
No tuve intención de encender el velador. No solo porque la lámpara se había quemado antes, sino porque sentí que le molestaría. Yo podía ver su figura de fondo de cenicero y él supongo que podía ver mi rostro de viejo en cama a las dos de la mañana. Eso también lo supuse, porque al reloj no le funcionaba la batería.
- ¿Tenés miedo? - preguntó.
- Sí.
- ¿De mí?
- No, no de vos.
- ¿A qué le tenés miedo entonces?
- Todavía no lo sé. Aunque sospecho que a mí edad se me permite temerle a todo. O capaz era al revés y no le debería temer a nada, no me acuerdo.
El niño se rió con una tosecita que lanzaba ceniza de su boca vacía. Miró alrededor, los muebles donde se amontonaban los libros y los papeles sueltos, las dos o tres fotografías que guardo, el cuaderno debajo de la silla que un día se me cayó y nunca más levanté, el armario pequeño... 
- ¿Estás bien? - pregunté. Que observara tanto me intimidaba. En la oscuridad, los rincones son más hondos.
- Estoy aburrido - dijo el niño de ceniza haciendo un gesto de berrinche con los brazos- ¿No tenés nada divertido acá?
- Tengo libros.
- Yo no puedo leer - dijo triste.
- ¿No sabés leer?
- No sabría decirte... No veo lo vos comprendés por "ver", así que...
Me di cuenta de que estaba tratando al niño como a cualquier otro niño humano, o como al fantasma de un niño humano.
- ¿Quién sos? - pregunté entonces.
- No sabría decirte. Creo que durante algún tiempo fui, pero ahora no estoy seguro. No me siento ser. ¿Vos te sentís ser?
- Tampoco sabría decirte, sinceramente.
- Entonces en eso nos parecemos - dijo el niño de ceniza y rió de nuevo con esa tosecita.
- ¿No tenés nombre? - de nuevo pregunté.
- Yo ya me presenté. Vos sos el maleducado que aún no lo ha hecho.
- Uh, es verdad... Bueno, soy Tomás, mucho gusto - y le extendí la mano, pero el niño de ceniza no me la estrechó.
- Comprendeme. Si te toco puede que me deshaga, no lo sé muy bien.
- No sabés muchas cosas sobre vos mismo. ¿De dónde venís?
- Creo que de acá mismo.
- ¿De mí habitación?
- Creo que sí, no lo sé...
- ¿Y si te pregunto qué hacés acá...?
- No creo que obtengas mejores resultados.
Nos quedamos un momento así, callados. Ninguno de los dos entonces sabía mucho acerca ese niño ceniciento. Pero no era algo malvado, podía sentirlo, sólo estaba aburrido.
- Si no sabés leer, ¿querés que te lea algo? - propuse.
- Está bien.
Moví levemente las cortinas para que entrara suficiente luz de calle para iluminar las pequeñas páginas de un libro y que el niño de ceniza permaneciera en las sombras. Iba pasando las páginas y le mostraba los dibujos e incluso de vez en cuando el niño preguntaba algo. Se había acomodado al pie de la cama, donde la luz no lo alcanzara y se rió un par de veces con su tosecita gris. De a poco le iba entrando el sueño, y antes del amanecer, antes de terminar el libro, el niño de ceniza se durmió, acurrucado en un rincón de la cama. Yo seguí leyéndolo hasta al final porque también extrañaba a ese pequeño príncipe, al ser niño, y después de apreciar la simpleza de dos colinas y una estrella en una última página, yo también me dormí.

Desperté con el sol molestándome la cara y con El Principito en la mano. El niño de ceniza ya no estaba. Miré alrededor, en el resto del departamento, pero no estaba. Me sentí triste. No había un sólo rastro de ceniza en la cama ni en ninguna parte. Traté de recordar, pero no era algo preciso: sólo tenía presente una figura de fondo de cenicero y un nombre. Un nombre que era el mío, pero de algún modo, a él le quedaba mejor.