domingo, 23 de marzo de 2014

Temor (II)

Y yo dije:
- Es un buen nombre... Tiene su fuerza.
- Tiene que tenerla. Si los cortos no tienen buenos nombres, nadie los ve.
- ¿Por qué un corto?
- Nunca sentí que la vida pudiera durar tanto como para un largometraje.
- Vas a vivir muchos años.
- No quiero vivir muchos. Sólo quiero vivir los suficientes.
- ¿Y después?
- Al después le temo.


Escena 3. Toma 1.
Una niña mirando flores. Mira las más bellas y se enamora. En un segundo, arranca dos o tres con una locura triste.
Teme que su amor termine matándolas a todas.

Escena 5. Toma 1.
Una madre y su hijo apunto de comer. La madre mira al chico. Vendería su propia vida por él si tan sólo alguien creyera que vale algo. Quiere que tenga una oportunidad, pero teme quedarse sola.
Él quiere lo mismo, pero teme no tener otra opción que irse.

Escena 12. Escena 1.
Una chica mira a un chico por la ventana. Él le hace caras, la hace reír. Ella es feliz en ese segundo, pero no le abre la puerta.
Ella se conoce y teme lastimarlo. Él la conoce más y teme que ella tema eso.

Escena 8. Toma 1.
Un borracho toma solo en la barra. No extraña a nadie, o eso pretende recordar... o eso pretende olvidar... No recuerda qué es lo que pretendía.
Teme recordarlo al final del vaso.

Escena 23. Toma 1.
Unas lágrimas se resbalan de sus ojos. La magia casi biológica de convertir la soledad en llanto. La necesidad casi innecesaria de secarlo antes salir de las sábanas. Las lágrimas desaparecen en la tela.
Temen haber caído en vano, ser olvidadas, como todas las del día anterior.

Escena 22. Toma 1.
Una anciana mirando un álbum de fotos. Todos sus seres amados están ahí y no puede encontrarlos en ninguna otra parte. Desde hace años que ve esas fotos antes de ir a dormir para soñar con ellos.
Sin esas fotos, teme un día olvidarlos y dejar de soñar. Lo que pase primero.

Escena 24. Toma 1.
Un hombre entra a su departamento. No hay nadie allí. Tampoco había nadie en las calles repletas de personas. Tampoco en los bares. Tampoco en ningún lugar. Está solo.
Teme que duela más porque no sabe llorar.

Escena 15. Toma 1.
Un hombre golpea a su mujer. Ella, frágil, tiembla llora en un rincón. Él, cobarde, aprieta el cinturón entre las manos.
Ella le teme a él. Él teme que un día ella deje de tener miedo.

sábado, 15 de marzo de 2014

El Poeta (V)

En mi vida, me crucé un par de veces con el Poeta. Es un tipo alto, de labios llanos y fríos, que viste pantalones arrugados y sin bolsillos. Según dicen, a veces gusta también de un trago en vaso rojo.
En una noche que buscaba un poco de clandestinidad, entré al bar de gitanos. Nunca hay demasiada gente, pero se logra un barullo constante, acompañado de una música de ritmos dudosos e indefinidos proveniente de la rola al lado de los baños. Esa noche sonaba algo lento y turbio, no había nadie en la barra, y los cuatro o cinco hombres sentados en una mesa del centro susurraban entre sí. Me acerqué al Gitano en la barra y pedí un vodka.
- ¿Qué pasa hoy? - pregunté mientras lo servía. 
El Gitano se acarició la barba y acercando su rostro me dijo:
- Pasa que hoy vino el Poeta - y movió la cabeza, indicándome la mesa del rincón.
Ahí estaba él. Con su sombrero oscurenciendole los ojos, su maleta llena de papeles a un lado de la silla. Tenía una lapicera en la mano pero ningún papel había en la mesa, sólo un vaso rojo.
- ¿Qué está haciendo? - pregunté. Nos mirábamos al hablar, teniendo cuidado de no mirarlo a él. El Poeta sabe cuando están hablando de él.
- ¡Qué sé yo, pibe! Inspirándose, qué sé yo.
- ¿Es la primera vez que viene?
- No. Es la segunda - y acercándose más, agregó- Te voy a contar algo... Todos los bares de la Ciudad tienen un vaso rojo, un vaso especialmente rojo, por si el Poeta aparece alguna noche. El Poeta sólo bebe en vaso rojo. Pero la primera vez que vino, yo no tenía idea. Atravesó la puerta como una sombra y me dijo "Un vodka en vaso rojo". "No tengo vaso rojo", le contesté. "Vodka en vaso ordinario", dijo entonces. Se lo serví y se fue a tomarlo a ese mismo rincón.
- Entonces no es cierto que bebe sólo en vaso rojo - observé yo.
- Después de que se fuera, fui a limpiar la mesa. Y ahí el vaso era rojo.
El Gitano volvió a mirar el reloj sobre el mostrador.
- ¿Cerrás temprano?
- Según me contaron - dijo él-, en los bares del centro el Poeta tardó menos de dos minutos en bajarse el vaso. Acá, la primera vez tardó exactamente trece. Raro.
- Capaz le gusta el bar - reí tomando otro sorbo- O capaz le cuesta pasar esta mierda española.
El Gitano se rió en voz alta con dientes gigantes.
- ¿Cuánto va?
- Doce minutos.
Callamos disimuladamente, esperando ver pasar ese minuto. Cuando el segundero se movió sus sesenta veces, escuchamos una silla moverse, algún arrastre, unos pasos rápidos y la puerta abrirse y cerrarse. Miramos el rincón y el Poeta no estaba.
Uno de los hombres de la otra mesa se levantó y puso un moneda en la rola. La música extraña sonó distinta y sus amigos le chiflaron y aplaudieron la elección, luego pidieron a gritos otra ronda de cervezas.
El Gitano las llevó y luego se dirigió a la mesa del rincón. Volvió con el vaso rojo y un billete.
- ¿Dejó propina?
- Yo no sé si el Poeta es gracioso o garca. Pero paga con patacones el muy gil.
Yo me reí con ganas y torpeza.
- Por lo menos la otra vez dejó un poema... Creo.
- ¿Un poema? - exclamé asombrado- ¿De verdad? ¿Lo tenés?
El Gitano abrió la caja registradora destartalada y sacó una hoja regular y sin lineas, algo amarillenta y arrugada. Le echó una leída primero y me la pasó.
Con letras negras, un poco temblorosas, justo en medio de la hoja, se leía:
"NO."

viernes, 14 de marzo de 2014

Ojitos tristes

Hacía más de media vida que había escapado de la Ciudad. Y todo, aunque la evolución urbana era notable, lo percibía como antes. Como cuando ves una foto vieja y comparas dientes, arrugas, cabello, anteojos y cigarrillos en las caras de tus familiares. La Ciudad me generaba una sensación ambivalente. Siempre me asustó su gigantez, su misteriosa indiferencia, pero ese mismo misterio, su oscuridad, fue lo que me atrapó a lo largo de los años. Puede que sea el volver, o el irse, lo que provoca esa sensación. Muchas veces, sólo nos vamos para tener una oportunidad de regresar.
No tenía una meta con ese viaje. Me guiaba una nostalgia perezosa que sólo quería que mirara hacia fuera. El micro doblaba para alejarse de la costa, cuando un viento amigo removió unos cabellos negros en la calle. Por esa nostalgia o por algo más, tomé mi bolso y a las apuradas me bajé del micro en la siguiente parada. A un trote ridículo, el único que permitía mi edad, regresé al paseo de la costa. 
A lo lejos. Una sombra de cabellos livianos. El viento me traía aromas que pertenecían a otros tiempos, a recuerdos que no combinaban con ese cielo de ceniza. No quise acercarme demasiado. Temía que realmente sólo fuera su sombra andando. Pero no. Su caminar desprolijo había madurado a uno llano y lento, abandonó los colores por la seguridad de la monocromía, de la rutina; sus manos no tocaban el viento, se escondían en los bolsillos. Yo me había descubierto a mí mismo haciendo lo mismo hacía muchos años ya. Eramos otros nosotros. Otros otros. Frente al mismo mar.
Llegó a una plaza que no existía cuando me fui. Era simple: un poco de verde y arena, viento que daba en la cara, un farol y un par de hamacas. Ella se sentó en una. Detrás suyo, me acercaba lento, como jugando, sin querer, el rol del pasado. A unos metros, pude ver que su pelo no era tan negro como me pareció en ese segundo sobre el micro: los soldaditos grises ganaban terreno sobre los azabache. Los míos se suicidaban antes de siquiera pensar la posibilidad de enfrentamiento.
Levantando la voz frente al viento, dije:
- Hola.
Ella se dio vuelta. Lentamente. Me miró con desconfianza, entrecerrando los ojos. Todo ella había envejecido, más de lo que se merecía. Seguía pálida, pero ya no brillaba, unas arrugas se acomodaban en el fin de sus ojitos. Aún vivían, pero atormentados por la experiencia. Habían vuelto a ser tristes.
Me miró largo rato y dijo con una voz intacta:
- ¿Sos vos de verdad o sos otro fantasma?
- No. Soy yo de verdad.
Respiró aliviada y me sonrió gigante.
- Entonces hola.
- Hola - repetí sonriendo también. 
Me senté en la otra hamaca y dejamos que el viento meciera un poco nuestros cuerpos. Un auto pasó a gran velocidad y sonido, y su mirada se clavó en la tierra. No la vi parpadear y me asusté un poco. Tal vez no había hecho bien en seguirla. No quería empeorar las cosas para ella. Más sabiendo cómo iban a terminar.
- Desde que te fuiste hay muchos fantasmas dando vueltas - dijo medio ida, medio asustada.
- Sí... Ya sé. Pero eso fue hace mucho. Ni siquiera los fantasmas viven tanto - traté de bromear.
- Los fantasmas siguen acá - dijo con tono nulo, y agregó bajando más la mirada- Siempre estuvieron, pero vos no los veías. Fingías verlos conmigo. Pero nunca los viste. Ni vos ni él los vieron.
Silencio y viento. Ambos vimos muchos años en los ojos del otro, algunos dolores en el rincón. Ambos vimos los anillos en los dedos, el de ella sólo era un recuerdo para no sentirse sola. Ella trató de hamacarse, pero de tan despacio que empujaba, el viento la mantenía en el lugar. 
- Le perdiste el miedo a las hamacas - dije, para que saliera de esos temas.
- Si y no - sonrió- Tenías razón: me tenía que animar, nada más. Me encantaron durante muchos años. Tengo uno en el patio ahora, ¿sabías? Uno amarillo.
- No. No sabía - sonreí yo.
- Ahora les tengo miedo de nuevo...
- ¿Por qué?
- Las velocidades me asustan.
Fui un estúpido al preguntar.
Silencio y viento. Me miró de arriba abajo mientras yo hacía lo mismo con ella.
- Perdiste los colores - dije. 
Y ella asintió con la cabeza.
- Vos te dejaste la barba - contestó. 
Y yo asentí también.
- ¿Por qué te fuiste? - preguntó de repente, rápido y sin mirar- No mientas.
Yo sí la miré. Era tarde para protegerla, pero aun así...
- Perdí la sombra - dije entonces- Y creí que eso sería bueno. Pero no. Tus pasillos se te escapaban, por la ventana, por debajo de la puerta. La Ciudad se oscurecía. No podía quedarme y ver cómo los edificios se transformaban en paredes y las calles en pasillos como en mis pesadillas. Tuve que irme, o nunca saldría.
- Sí... Vos saliste. Saliste, y después fui yo la que se perdió y no pudo salir. Te fuiste, y me dejaste ahí dentro, perdida y llena de fantasmas.
- Fui egoísta, vil, sí. Sentí que no podría manejarlo. Por eso no podía quedarme dentro... Traté de no dejarte sola. Él prometió que te iba a cuidar.
Bajó la cabeza, escondió su rostro. Eso no había cambiado. Ella quería que su dolor sólo fuera suyo, un secreto.
- Él nunca me dejó sola - dijo bajito- Pero nunca logró que dejara de sentirme sola. Y ahora es otro de esos fantasmas que no me quieren dejar en paz.
Y se acurrucó en sí misma, como una niña. Una imagen que en otros años me hubiera generado ternura, pero ahora sólo me traía lástima y piedad. Me levanté y la abracé despacio por detrás de la hamaca.
- Yo te quería - agregó, finalmente, demasiados años tarde.
- Yo también - dije triste.
- ¿Te arrepentís? ¿Si pudieras volver, repetir el juego, harías lo mismo? - preguntó sin moverse.
- No me arrepiento. Pero si pudiera volver, no lo vería todo como un juego. ¿Y vos?
- Yo nunca dejé de jugar.
Silencio y viento.
- ¿Querés que te hamaque? - pregunté sin soltarla.
- Despacito...

La acompañé hasta la casa. Reímos algunas sinimportancias. Nuestras sombras no se conocían y no querían hacerlo. Me invitó a pasar, pero lo rechacé. 
- No temas - dijo en el umbral- Ya no hay laberinto. Sólo un sillón viejo, una cocina, una pieza, un par de libros, un jardín, una hamaca...
- Te creo - contesté- Pero sólo vine por un pedacito de nostalgia, y me llevo todo un rincón.
- ¿Vas a volver? ¿Un día... con más tiempo? ¿Me lo prometés?
- Yo ya no prometo.
- Sí... lo supuse - dijo con ojitos tristes.
No era mi intención hacerla triste. Pero ahora, después de tantos tiempos, las cosas eran así.
- ¿Vas a estar bien con esos fantasmas? - pregunté con miedo.
- Las pastillas los mata - dijo con sequedad- Ellos me asustan. Me asustan mucho y no me dejan en paz. Pero yo no quiero matarlos. Sólo quiero que se vayan... ¿Está mal?
- Ojalá supiera...
Nos miramos, sabiendo qué palabra debíamos decir. Pero no lo hicimos. Ya estábamos grandes para esos juegos. Hay cosas que no deben repetirse.
Y la puerta se cerró. Escuché girar la llave dentro.
Entonces me fui. Volví al micro, a mi hogar, a mi familia, a mi vida que, sin querer, estaba siendo feliz.
Aquella fue la última vez que estuve en la Ciudad. 
Aquella fue la última vez que la vi.

lunes, 10 de marzo de 2014

Somos rincones

Y me dijo:
- Un día te consumirán.
Y yo contesté:
- Sí... Ya sé.

Somos rincones cuando no tenemos otro lugar donde ocultarnos. Cuando nos mentimos y nos creemos que existen otros sitios, pero inseguros, peligrosos. No hay lugar seguro ahí fuera en la Ciudad. Ningún abrazo promete ser para siempre, porque la fuerza del tiempo tuerce los brazos hasta el dolor, hasta el desgarro, los arranca y los arroja contra los edificios con un golpe sordo que resuena eterno.
Somos rincones en los momentos de soledad, cuando ni el canto, ni el mar, ni el cielo sirven de consuelo. Pero nos equivocamos buscándolo en la sombra. El llanto sólo es liberador cuando conocemos el motivo. Y cuando los motivos empiezan a repetirse, ni el llanto ni el conocimiento sirven de nada.
Somos rincones cuando evitamos la verdad con la que no podemos sobrevivir. Todo se transforma en materia sobre nuestros hombros y nos hundimos más en el asfalto, y nos acercamos un poco más al infierno que nos deja llagas ardientes en los pies.
Somos siempre rincones, porque guardamos secretos. Porque todos vestimos una máscara oscura, demacrada y sonriente que nadie dejará caer, para no mostrar el rostro pálido, plano, vacío de facciones que somos en realidad. Nunca nadie nada en realidad. Sin la máscara, todos somos iguales a todos.
Somos rincones en el alud de nuestras propias emociones que nos aplastan, en la mordida impertinente de la imaginación que nos come, en la asfixia de la oscuridad del miedo que nos mata, parados en una lápida repleta de nombres que no queremos leer.
Somos esos rincones de laberinto, imposibles de contar, en los que rebotan y rebotan y rebotan y rebotan aquellos abrazos rotos, que el tiempo nos arrancó. 

jueves, 6 de marzo de 2014

Revista en sala de espera

Hay peores enfermedades que las enfermedades.
 Hay dolores que no duelen, ni en el alma,
Pero que son más dolorosos que los otros.
Hay soñadas angustias más reales
Que las que la vida nos trae, hay sensaciones
Sentidas sólo con imaginarlas
Que son más nuestras que la propia vida.


Dicen los que dicen saber, de la reconocida Universidad de Noseméo Currenom Bré, haber descubierto que todas las personas del globo están enfermas. Cada individuo sufre, en principio, un padecimiento de los dos que los sabios de esta prestigiosa universidad han revelado al mundo y que llamaron, a falta de inspiración, Enfermedad del Mundo Real y Enfermedad del Mundo Propio. (Por sus siglas, EMR y EMP).
Afirman que todas las personas, sin excepción, están enfermas por uno u otro mal, pero que pocas saben en realidad qué es lo que los aflige. Por lo general, sin saberlo, los padecientes se relacionan afectivamente con otras personas que sufren la misma enfermedad. Los casos más graves suelen llevar al suicidio, a la rutina o a la locura. 
Los síntomas son también al mismo tiempo los padecimientos de cada enfermedad. En las puertas de la gran universidad, nuestro corresponsal Teofilo Chanclas obtuvo algunas respuestas sobre estas enfermedades mundiales. "Las diferencias entre cada una no son muy grandes", dijeron los que dicen saber. "La Enfermedad del Mundo Real conduce al individuo a estar constantemente con pensamientos que lo perturban, del estilo '¿Qué hago de comer a la noche?', 'Mañana tengo que despertarme temprano y hacer la fila en el banco', 'Hay que arreglar el auto', 'Tengo que llevar el paraguas por si llueve', 'No llegamos a fin de mes'. Los que padecen la Enfermedad del Mundo Propio parecen ser, en una primera observación, más felices al no dejarse afligir por esas trivialidades que los enfermos de la EMR sufren, pero en una mirada más profunda a los ojos, vemos la tristeza oculta en un rincón. Porque éstos también viven perturbados, pero por una sola idea: 'Éste no es el mundo real'."
Los que dicen saber también afirmaron que tanto la EMR como la EMP son contagiosas, y que cuando un enfermo se contagia de la otra, se suprime la enfermedad que venía padeciendo. "Descubrimos hay personas que viven, inconscientemente, contagiándose de enfermedad en enfermedad todo el tiempo, buscando una especie de equilibrio imposible en su vida.", agregaron.
Las formas de contagio aún son dudosas, pero la ilustre Universidad de Noseméo Currenom Bré dijo que sus estudios no serían perturbados y prometió resultados al respecto en los próximos meses. Por último, Teofilo Chanclas preguntó a los afamados intelectuales si creían posible un tratamiento para superar las enfermedades.
"Traten de ser felices. Traten con eso.", contestaron.

*Alguna verdad: La tristeza es altamente contagiosa. El abrazo es la principal forma de contagio y el único tratamiento.

martes, 4 de marzo de 2014

Temor

      Y dijo:
 - A veces pienso que todo esto es una película...
- ¿Y dónde está el director?
- No hay director. Por eso nos sale todo para el culo.
- Somos buenos fingidores. Capaz actores también... Habrá que improvisar.
- Yo ya no improviso.
- Sí. Ya sé.
-...
-...
- ¿Cómo se llamaría tu película?
- Es tarde... No quiero contestar mal. ¿Cómo se llamaría la tuya?
- "Temor".


Escena 4. Toma 1.
Un padre enseñándole a andar en bicicleta a su hijo. El niño tiene miedo, pero sonríe. El hombre también sonríe, pero teme soltarlo.

Escena 10. Toma 1.
Un perro persiguiendo con emoción aves en la playa. En cierto momento, incluso persigue sus sombras, imparable, hasta que ellas vuelan sobre el mar. El perro se detiene y les ladra, triste, desde la orilla.
Le teme al agua.

Escena 21. Toma 1.
Un anciano mirando vestidos en una vidriera. Permanece inmóvil. Su rostro parece indeciso. ¿Doliente? ¿Feliz? El anciano no se queda mucho. Se aleja a paso lento, arrastra sus pies.
Teme que en uno de esos vestidos, hubiera un recuerdo.

Escena 1. Toma 1.
Una joven llorando en una esquina. Hace frío, su pelo está húmedo y pronto lo estará aún más. Un joven que pasaba por ahí se detiene y la mira. Ella teme. Él le pregunta si está bien, si la puede ayudar. Sus intenciones no son del todo desinteresadas, pero se detuvo. Es buen chico.
Ella teme haber temido.

Escena 11. Toma 1.
Un chico escribe sin parar en un banco frente al mar. Hay mucha gente, todos lo ven durante unos segundos, extrañados. El sonríe con ganas.
Ya no les teme. Nunca más.

Escena 20. Toma 1. 
Le dice que se vaya. Que no da más. Le miente. Lo sufre. Y los tacos se alejan en los ecos de la ciudad mojada. Teme dejar de oírlos.
Teme aún más no dejar de hacerlo.

Escena 13. Toma 1.
Dos amigos van a la playa. Llueve tormentas. A ella no le gusta el mar, pero fue su idea. A él le fascina, pero está enfermo. No tienen miedo. Ya no se temen. Ambos se meten al agua. Ella no se enferma. Él se cura.

Escena 18. Toma 1.
Un hombre despierta feliz. Sus sueños se habían hecho realidad. De repente, duda. Teme. Teme que esa noche no fuera más que un sueño donde sus sueños se hicieron realidad.
Todo es un sueño. Me temo que él nunca lo supo en realidad.
           
Escena 14. Toma 1.
Un recuerdo esperando en una hamaca. Un recuerdo solitario que teme no ser recordado nunca más. El viento sopla y mece la hamaca. El recuerdo vuelve a vivir.
No muy lejos de allí, alguien recuerda y dice “Temía haberme olvidado de eso…”. Y vuelve a sonreír.
             
Escena 6. Toma 1.
Dos palomas sobre un cable de luz. Una, mira distraída hacia la nada – o mira distraída todo-; la otra, disimula. Se acerca, lentamente, un paso a la vez, temeraria. La otra paloma la mira y se aleja volando. Muy lejos. La temeraria no la sigue. Se queda esperándola.
Me temo que la esperará por siempre.