El cuaderno está completo y lleno de
tachones. Una página al azar y ahí están, los tachones, mostrándonos la cantidad
de veces que nos hubimos hemos equivocado. Y siguen ahí, por más que la mente, que no funciona si no es con tachones, haya corregido el error.
Hoy sospecho que ese es el
punto: no corregimos nada. Sólo tachamos, ocultamos, fingimos dejar de ver algunas palabras, acaso
erróneas. Aquellas que no escribimos, se nos insinúan como algo peor. Y por eso
también las hemos tachado.
Un día, hojeando un cuaderno, dijo:
- Tachas demasiado. No dejás rastro de las
palabras. Las lapiceras se te deben acabar rápido.
- No tanto. Más rápido se me acaban los
cuadernos.
Yo
decía la verdad. Ella se equivocaba, porque las palabras siempre dejan rastro, con
el simple pensarse existen, y resuenan. Los tachones y las cicatrices son los
ecos del cuaderno. Las palabras podrán permanecer ocultas, mudas, a los ojos
ajenos, pero uno sabe que están ahí, como la sombra debajo de las sábanas, no
acechando, agonizando, en un devenir que no llega, en una enredadera de tinta
tóxica que no puede matarlas pero que lo haría con gusto.
Hoy
sospecho que tachar se me está volviendo un vicio, así como sonarme los huesos,
como el extrañamiento en el muro, como el soñar. Pero la gestión de un vicio no
debe impedir el procedimiento de otro. Y yo seguiré tachando un nombre en mi
mente.