domingo, 9 de febrero de 2014

Sin matar

Con el cielo inundándose de noche, tomé la lapicera y me fui. Caminé largo tiempo, por calles y rincones que conocía de memoria. Giré de repente, volví sobre mis pasos, avancé de nuevo, pasé por esas esquinas, recorrí el pasto de las plazas, di medias vueltas, atravesé las diagonales, terminé en la playa. Sólo era un despeje, un acomodamiento de ideas, una prueba también, de que no podía volver a perderme. Los fantasmas no existían. No había más sombra que la que me seguía.
Me senté, desnudando mis pies para sentir algo más que nada. Una mano negra comenzaba a oprimir el corazón. Sin matarlo. Torturándolo. Para que la sangre se sintiera como la arena que tocaba. Fría, áspera. Fría. Para que cada segundo de soledad se estrellara contra mi ser. ¡Pero sin matarlo! Torturándolo.
La lapicera ya no iba a servirme de nada, a menos que doliera y que la sangre sea su tinta. Esta vez no sólo estaba solo. Después de tanto tiempo estándolo, finalmente, comenzaba a sentirme solo.
El mar oscurecía y desaparecía en el cielo. Su oleaje se revolvía como unas sábanas que no quieren saber nada con amar. Me daba cuenta, no estaba de humor. Había dejado de susurrarme para gritarme desde lejos. Tal vez se había ofendido conmigo porque le había prometido que lo vería más. A mí me prometieron lo mismo, Mar, y tampoco lo cumplieron. Y acá estamos los dos, solos, en el mismo lugar de todos los días; vos en tu inmensidad y yo en mi escasez. Siempre supe que de alguna forma, nosotros nos complementábamos.
Pero cuando me acerqué con la intención de recibir su abrazo, el mar no hizo más que rechazarme, empujándome con sus brazos empapados. "Por favor", le pedí, "Tenés que salvarme..." Y en respuesta una boca negra, rabiosa y llena de espuma, se levantó delante de mí, cerró su mandíbula conmigo dentro, me masticó sin saborear y me escupió cerca de la orilla. En una decisión estúpida generada por la furia y la plena estupidez, corrí hacia el mar y me zambullí en él, dentro de su boca oscura, con la idea de que podría forzarlo a quererme. "¡Ya estoy acá! ¡Acá estoy! ¡No podés negarme ahora que estoy acá!" Pero por supuesto que puede. Me retorció en su interior. Sentí como si me paseara por todo su sistema digestivo para luego vomitarme en la orilla nuevamente.
A rastras, me alejé del agua y me acosté en la arena fría y áspera. El mar es simple de comprender, es una criatura orgullosa y temperamental. Eso yo lo sabía. Pero lo cierto es que empezaba desesperar. El centro se desgarraba. La mano negra oprimía fuerte. Más fuerte de lo que la lapicera reconoce.
Tal vez por eso me perdía. Aunque no la encontrara, sabía que había una salida, que había alguien allí. Y ahora que la encontré y salí, descubro que fuera sólo hay frío y palabras secas, que las sombras siguen a sus cuerpos como esclavas, que el mar no se parece a mí, que los árboles no me aconsejan ni protegen de nada, que el arte no es más que otra de mis máscaras, tal vez la más verdadera. La más máscara de todas.
El horizonte paría una luna llena de sangre. Me animó un poco. Al Gitano esa luna lo pone de buen humor. Esa noche habría descuento en el bar. Me levanté, y mi sombra se limitó a copiar mis movimientos.
Nadie se despidió. Nada observaba. Tampoco nadie recordaría. Nadie nada.

Y al final fue al revés. La mano negra que oprimía el corazón convirtió la sangre en tinta. Me convertí en otro de mis personajes. Pero cometí el valiente error de escribirme en otra página. Una nueva. Una completamente en blanco, donde no hay nadie, nada, excepto una gota de tinta. Un punto.
Y ese punto de sangre negra, soy yo.

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