sábado, 1 de febrero de 2014

Siempre la sombra

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Me alejé. Como sin saber por dónde avanzar, o en qué casillero caer, si es que quedaba alguno por jugar. Pero estaba vivo. Logré salir, y fue sin mirar atrás. Sin embargo sentía un frío vacío muy cerca del corazón, desgraciadamente conocido.
Llegué a la plaza de la esquina, buscando a la sombra. Ahí estaba en las hamacas, junto con otra sombra menudita. Parecían llevarse bien. Parecían recordarse. Iban y venían, turnándose para tocar la luna. Reían, despertando los ecos que la plaza secretamente resguardaba, aquellos que se habían atorado entre las ramas de los árboles. Yo, tratando de ignorar, llamé a la sombra. Que vamos. Que había salido. Que ya nos podíamos ir. Pero ella me ignoró a mí. La llamé y llamé, y dos veces hizo lo mismo. Sospechando lo peor, como desesperado, me acerqué y estiré la mano hacia ella para tomarla. Nada. Mi mano siguió de largo, y las sombras siguieron meciéndose en las sombras de las hamacas. Parecían felices.
Esa ya no era mi sombra. Mi cuerpo no podía tocarla, porque la cadena ínfima que los unía se había roto. La sombra era libre. Ambos lo eramos. Y descubrí que con o sin ella, no sabía llorar. Con el pecho agobiado me alejé de la plaza, sin rituales, sin prestarle atención a la sombra menudita que me despedía con la mano.
Caminé. Como sin saber por dónde avanzar, o en qué agujero caer, si es que no había caído en alguno ya. Pronto, una nueva sombra comenzó a seguir mis pasos en la calle. Al principio la ignoré. Pero luego frené. Uno no puede andar por ahí sin sombra, como si hubiera otro lugar donde ocultar el pasado, como si existieran otros rincones. Siempre la sombra te seguirá. Y comprendí, que son seres gentiles, porque sólo se van, para que tengas otras oportunidades.
Miré a mi sombra.
- Soy Tomás. Mucho gusto - dije, y agachando mi cuerpo, le extendí la mano como a un amigo.
Ella, atravesando el asfalto, extendió la suya y me la estrechó.
- Un placer... Soy tu sombra.

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