domingo, 23 de febrero de 2014

Los juegos de Rocambole

El mar nos llamaba a todos. Nos invitaba a jugar, oscuros y contentos, a los sapos de otros pozos, al único rincón de la Ciudad, al único pedacito en que las estrellas aún tenían un lugar para brillar, a excepción tal vez, de aquel escenario bajo tierra. Sí, el mar nos llamaba a todos, pero no lo oíamos, aturdidos por las luces de las avenidas y los colectivos. Sólo la dulce Cenicienta escuchó su voz, y fue ella la que nos guió, un poco a la aventura, otro poco a ser felices.
Resistiendo la tentación de mandar todo al demonio, a la popa, y zambullirme en una locura con demasiados precedentes, dejé que el mar sólo me empapara los pies descalzos. Mis ojos buscaron un horizonte que esa noche decidió no existir, y en esa nada sublime encontré un paisaje algo perturbador. Cenicienta también estaba ahí, disfrutando del frío mojado. Mirando un poco lo que nos rodeaba, dije:
- Esta playa es fea. Mirá las escolleras, es como si la encerraran.
- A mí me gusta. Es linda - fue todo lo que contestó.
La simpleza de la verdad me hizo callar. El ave no deja de ser bello en la jaula, ni la música en la caja, ni la sombra siguiéndonos, ni la sonrisa en los ojos. Sin embargo, su respuesta no me sorprendió. A ella le gusta todo lo que es lindo. Por eso se la pasa mirando flores y nubes. Flores hechas de nubes y nubes hechas de flores.
Rocambole, un ex presidiario, tengo entendido, que estaba entre redimido y reo por la vida, propuso juegos, ya que para eso el mar nos había llamado. Entonces deliramos, nos congelamos, tuvimos espadas invisibles y energía, como una pelotita colorada, en las manos. Luego también, nos tocó cerrar los ojos.
- El juego es fácil - había dicho Rocambole masajeándose el bigote- Son como un lazarillo y un ciego. Cierran los ojos y se dejan llevar.
Lo único que podía pensar en ese momento era en "El Lazarillo de Tormes" y en cómo había terminado el viejo ciego, así que me acerqué a la Sirvienta, confiando en que ella no me llevaría por un camino engañoso que me provocaría la muerte. No, no me mató. Sin saberlo, hizo algo peor. Me soltó. Se calló y se alejó, dejándome ciego a mi suerte nocturna. Susurraba, cantaba, pellizcaba y palmeaba. Todo desde lejos, como a veces los fantasmas.
Todo era parte del juego. Escuchaba reirse a Rocambole, un poquito maléficamente. Él lo disfrutaba. Claro. Para él era fácil resistir un juego así. ¡Si resistió que escribieran cuarenta tomos sobre su vida, cómo no iba a resistir un jueguito de playa, un jueguito que podía jugar cualquier hijo de vecino, cualquier morocho con dos dedos de frente, cualquier cirquero en su día libre! Efectivamente, él sí lo disfrutaba. Pero yo tuve miedo. De esos que no sabés cómo enfrentarlo.
Yo caminaba con los brazos extendidos a veces, otras protegiéndome del misterio, hacia la voz cantante de la Sirvienta que era lo único conocido en la oscuridad de los ojos cerrados. Y de repente, una pared. Me choqué de lleno contra una pared que no dolió. Creyendo en el poder de mi imaginación asustada, en la turbación de mis sentidos, caminé hacia el otro lado. Otra pared. Esto ya no era divertido. Siempre ciego, intenté palparla, pero ya no estaba. El susurro me guió a darme media vuelta y di contra otra pared. Ya no era divertido para nada. Temía haber entrado de nuevo al laberinto. O peor, a uno nuevo.
Con la sangre temblando de miedo por lo que podía haber afuera, abrí los ojos. Pero no. No había pasillos ni nada. Nada más que playa y las luces de la Ciudad.
- ¡Hey! - gritó la Sirvienta con ojos hirviendo y haciendo mohín- ¡No hagas trampa, tramposo!
- Es que tengo miedo - contesté tirándome a la arena- Sentí que chocaba contra paredes.
- No hay más paredes que las que vos mismo contruís a tu alrededor - sentenció ella, mirándome con un dejo de lástima, como quien trata de ayudar y no lo dejan.
Era ahora su turno de ser ciega, e intenté que también se perdiera en el miedo. Pero no hubo caso. La abandoné, callé, casi no la toqué ni susurré. Sólo me quedaba invisible a su lado, como a veces los fantasmas. Y aún así, ella bailaba y cantaba. 
- Debe ser cuestión de actitud- confimé luego.
¿Cuál es la actitud correcta frente a la oscuridad? Frente al miedo. Frente la soledad. Frente al miedo a la soledad. ¿Construir paredes? ¿Bailar hasta que vuelva la luz? ¿Bailar incluso después? ¿En dónde golpear las paredes invisibles para tirarlas abajo?
- Un día te van a caer encima - me dijo la Sirvienta horas después- Te van a caer encima y ya nadie va a poder ayudarte.
- Por ahora - dije- no creo necesitar ayuda.
- Los que dicen eso son los que más la necesitan.
- Y eso es lo que dicen todos.
Rocambole propuso otro juego:
- ¡Buscar la sandalia! - y le robó la sandalia a la Sirvienta.
Pero los únicos que encontraron esa sandalia fueron Cenicienta y Rocambole. Ella porque estaba destinada a encontrar su zapatito de cristal. Él porque la tiene clara. Para él era fácil. ¡Con cuarenta tomos cualquier presidente de club de fútbol la tiene clara!
Pero no sobre cualquiera escriben cuarenta tomos.

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