miércoles, 16 de abril de 2014

Don Cualquier Hombre

Don Cualquier Hombre caminaba oscuro por veredas que preferían no ser caminadas por cualquiera. Era una noche sin color, y casi no había ninguna esperanza rondando en las esquinas porque las casas tenían sus ventanas apagadas. Pero sí había música. Una voz. Una mujer. En el aire. Que removía más rincones que un abrazo. Y Don Cualquier Hombre la seguía, como un perro hambriento sigue el aroma de un asado, o un enamorado el de un sueño.
No podía estar seguro de que tomaba las calles correctas. A veces la voz cantora callaba despacio y susurraba algún que otro viento. A veces los árboles le señalaban la dirección contraria a la que iba, pero él ya había aprendido a desconfiar de ellos. A veces sentía que no lo guiaban sus oídos, sino algo menos orgánico pero más vivo. A veces creía que tenía alma.
Y así, Don Cualquier Hombre llegó a unas escaleras que se hundían en la tierra y se detenían en una puerta. Observó el edificio que parecía ser como cualquier edificio, pero la voz provenía claramente de ese subsuelo. Ahora reconocía la letra, el tono triste que lo llevó hasta allí. Bajó los escalones, como sumergiéndose en un mar nocturno, con esa misma emoción y miedo. Golpeó la puerta, que se abrió en silencio.
Dentro, era como uno de esos cafés medio sonámbulos que nadie conoce, que nadie sabe dónde quedan, pero que deben existir. Todas las mesas estaban vacías y ocupadas por fantasmas, sombras y humos, y las únicas luces eran las que alumbraban una especie de escenario donde la voz cobraba el rostro de un tango eternamente triste. Entrar fue como hacer algo por primera vez de nuevo, sumergirse en ese mar como un niño. Y la voz de ella era el agua que lo inundaba todo. Y a él ya no le importó no saber nadar.
Don Cualquier Hombre reconoció a aquella que cantaba. La había visto muchas veces en su vida, en situaciones muy diferentes a esa. De lejos. Ajeno él y ajena ella uno del otro. Vestía como siempre lo hizo, porque odia los disfraces: siempre fiel a su túnica negra, siempre fiel a su cara de calavera y sus manos blancas de hueso.
Nunca había escuchado su canto. Cada canción, una lágrima tras otra, Don Cualquier Hombre escuchaba. Sin aplaudir. Sin hablar. Respirando como lo haría un pez, su voz. Y cuando cantó una nota particular, todos supieron que había sido la última de la noche, la definitiva. La Muerte agradeció con una reverencia desde el escenario, y los fantasmas desaparecieron a través de las paredes, y las sombras se deslizaron por debajo de la puerta, y los humos se filtraron por la cerradura y otras aberturas del café. Don Cualquier Hombre se quedó en el lugar, viendo las últimas lágrimas de la Muerte deslizarse por esos huecos negros. Ella se bajó del escenario y se sentó en una mesa cercana.
Ahora un silencio fúnebre era lo que inundaba el café. Don Cualquier Hombre la miraba, y le era imposible confirmarlo, a causa de la frialdad de su rostro vacío de facciones, pero la veía triste y sola. Se acercó y se sentó en la mesa.
- ¿Por qué no te fuiste vos también? – preguntó la Muerte.
- Quiero pedirte algo – dijo Don Cualquier Hombre.
- Sí… Ya deberían saber que hay peores cosas – dijo ella, y luego de una pausa agregó:- ¿Estarías pensando en ellos ahora, si yo no me los hubiera llevado? ¿Creés que te importaría recordar sus rostros, sus voces cada noche si no estuvieran debajo de los números en la piedra?
Don Cualquier Hombre guardaba silencio, mirando los huecos de La Muerte.
- He salvado a más de los que se lo merecían – siguió ella- No dejo de ser una sentimental. Me los llevo yo, antes que él los cubra en vida. Porque a veces al Olvido le gusta cambiar el tablero, y entonces son los vivos los que comienzan a ser olvidados como los huesos. Y ves personas que caminan sin nombre ni rostro porque ya nadie los recuerda. Pero cuando aún hay tiempo, cuando estoy segura que alguien los recordará, aunque eso ellos no lo sepan, me los llevo. Los salvo del Olvido.
La Muerte extendió su mano sobre la mesa.
- Porque, en el fondo, soy buena.
- Dudo que alguien me recuerde a mí – dijo Don Cualquier Hombre, mirando la mano huesuda de dedos filosos.
- Tenés que creerme. Hay alguien que sí lo hará. Yo no te mentiría.
- ¿Quién?
- No la conocés. Ella tampoco a vos. Pero te recuerda. Todos los días, desde que te vio por primera vez. ¿Qué te dije...? No dejo de ser una sentimental.
- ¿No sería mejor que la busque? – preguntó entonces Don Cualquier Hombre.
- Podrías correr el riesgo si quisieras  dijo la Muerte- Pero tenés que saber, que algo que no tiene comienzo, es siempre eterno.
Y comenzó a golpear la mesa con el filo de sus dedos, con un ritmo similar al de un reloj, en señal de que estaba esperando. Y Don Cualquier Hombre supo entonces que la Muerte nunca canta en vano.

No hay comentarios:

Publicar un comentario