sábado, 5 de abril de 2014

El Carnaval (quizás) del Mundo Entero (III)

Estaba oscureciendo cuando no pude distinguir en qué calle me encontraba. A esa edad, no me preocupaba ni le tenía miedo a perderme en la Ciudad, y cuando llegaba el Carnaval, toda cotidianidad se disfrazaba de aventura. Doblaba y doblaba las esquinas llenas de fragor, esquivando policías con cacerolas en las cabezas, infladores de globos, petisos llenos de besos rojos en los cachetes abrazados a mujeres, madamas de tetas grandes y viejas, vendedores de flores, afiladores de cuchillos y lenguas, espejeros de Asia, paseadores de perros.
Llegué a una avenida iluminada con colores boreales provenientes de rincones desconocidos, adornada con graffitis de sonrisas en los muros, con guirnaldas y trapos fluorescentes que colgaban de los faroles y árboles. Había papelitos coloridos y trozos de diarios desparramados por todo el asfalto, cubriéndolo en su totalidad. La avenida estaba repleta de personas disfrazadas que bailaban pasos alocados, liberados de toda regla, que levantaban los colores del suelo al ritmo de una murga mutante que, al escucharla, sentí que de alguna forma estuvo sonando en mi mente desde siempre. Entre los bailarines había superhéroes, monstruos de camas y armarios, una salchicha, una lata de Coca, flores, jugadores de fútbol, un Nietzsche, reinas de ajedrez, cuervos, políticos y una Mercedes Sosa. Todos con un disfraz y una máscara que devolvían una sonrisa eterna y plástica. 
Atraído por esa murga de colores y máscaras, me adentré entre los personajes para participar de ella. Pero por más que bailara, por más demente que fingiera ser, las caras de plástico sonriente me rechazaban y alejaban de mí. Insistí varias veces, y siempre quedaba solo, en medio de un círculo vacío, con papelitos en el piso y sonrisas ocultas más allá de la periferia. 
Reconocí una esquina de esa avenida disfrazada. Una plaza que la murga no llegaba a invadir, pero a los árboles les encanta atrapar sonidos entre sus ramas. La música resonaría por siempre. Me dirigí a la hamaca como si se tratara de un exilio, pero el vaivén del viento no podía alegrarme. No era el mismo baile.
- ¡Niño! - gritó un hombre con acento bruto. Vestía una máscara de déjà vu y cargaba una gran bolsa en la espalda. Temí que las amenazas de mi mamá se estuvieran haciendo realidad por quedarme hasta tarde en la calle y creí que el hombre de la bolsa me tomaría del brazo y me metería en la bolsa para llevarme - ¡Niño! ¡Bájate del columpio! No puedes andar por ahí con una única cara. Debes tener más caras, muchas caras, y mientras más caras tengas es mejor. Ten, te regalo. Yo tengo demasiadas.
Y sacó de la bolsa una máscara de plástico.
- Comienza a juntar tus caras esparcidas por el mundo, niño. Tienes que tener muchas caras. Nunca se sabe de qué te deberás disfrazar - y se fue, dándome la máscara y tarareando la melodía murguera.
Me sorprendí y asusté un poco al descubrir que esa cara que ahora tenía en la mano era la mía. Mi cara, de un frío brillante y sonrisa eterna. Me la puse, sintiendo el plástico contra mi piel. Y en ese segundo que tardé en ver a través de mi nueva cara, una niña apareció delante de mí.
- Hola - dijo. 
- Hola - dije. 
Ella sonreía de verdad, pero tenía los ojitos tristes
- ¿Estás tristes porque se alejan de vos? - pregunté, refiriéndome a la murga.
- ¿Cómo sabías?
- Porque a mi tampoco de dejaban bailar con ellos. Pero con la máscara, seguro que no pasa nada. Seguro que ahora nadie se da cuenta y podré bailar también... Qué lástima no estabas hace un minuto... Hubieras conseguido otra cara.
- Yo tengo máscara - dijo ella.
- ¿Y dónde está? - pregunté.
- La traigo puesta.
De repente me resultó cierto, y su sonrisa me pareció de plástico.
- Entonces, ¿querés ir a bailar? - dije.
- Yo bailo sola - contestó, y se alejó dando saltitos y giros por la plaza, desapareciendo tras los árboles.
Aquella fue la primera vez que la vi. 
Yo sí quería bailar la murga. Entonces me di vuelta y me choqué contra un hombre que vestía una máscara de déjà vu y que cargaba una gran bolsa en la espalda. Temí que las amenazas de mi mamá se estuvieran haciendo realidad.
- ¡Niño! - gritó con acento bruto - No puedes andar por ahí con una única cara. 
Y sacó de la bolsa una máscara de plástico.
- Tienes que tener muchas caras. Nunca se sabe de qué te deberás disfrazar - y se fue, dándome la máscara y tarareando la melodía murguera.
Esa cara era la mía. Mi cara, de un frío brillante y sonrisa eterna. Me la puse, sintiendo el plástico contra mi piel.
- Hola - dijo una niña que apareció delante de mí. Tenía una sonrisa de plástico, como el resto. Sus ojitos tristes eran lo único de verdad.
- Hola - dije. Miré hacia la murga de la avenida. Los colores y el ritmo volvían a atraerme. Seguro que ahora nadie se daba cuenta y podría bailar también.
Ella vio lo que yo había decidido.
- Yo bailo sola - dijo bajito, y sus ojitos me parecieron más tristes.
- Sí... Ya sé - contesté. 
Y ella se alejó dando saltitos y giros por la plaza, desapareciendo tras los árboles.
Aquella fue la primera vez que la vi.
Entonces me di vuelta y me choqué contra un hombre que vestía una máscara de déjà vu...

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