viernes, 14 de marzo de 2014

Ojitos tristes

Hacía más de media vida que había escapado de la Ciudad. Y todo, aunque la evolución urbana era notable, lo percibía como antes. Como cuando ves una foto vieja y comparas dientes, arrugas, cabello, anteojos y cigarrillos en las caras de tus familiares. La Ciudad me generaba una sensación ambivalente. Siempre me asustó su gigantez, su misteriosa indiferencia, pero ese mismo misterio, su oscuridad, fue lo que me atrapó a lo largo de los años. Puede que sea el volver, o el irse, lo que provoca esa sensación. Muchas veces, sólo nos vamos para tener una oportunidad de regresar.
No tenía una meta con ese viaje. Me guiaba una nostalgia perezosa que sólo quería que mirara hacia fuera. El micro doblaba para alejarse de la costa, cuando un viento amigo removió unos cabellos negros en la calle. Por esa nostalgia o por algo más, tomé mi bolso y a las apuradas me bajé del micro en la siguiente parada. A un trote ridículo, el único que permitía mi edad, regresé al paseo de la costa. 
A lo lejos. Una sombra de cabellos livianos. El viento me traía aromas que pertenecían a otros tiempos, a recuerdos que no combinaban con ese cielo de ceniza. No quise acercarme demasiado. Temía que realmente sólo fuera su sombra andando. Pero no. Su caminar desprolijo había madurado a uno llano y lento, abandonó los colores por la seguridad de la monocromía, de la rutina; sus manos no tocaban el viento, se escondían en los bolsillos. Yo me había descubierto a mí mismo haciendo lo mismo hacía muchos años ya. Eramos otros nosotros. Otros otros. Frente al mismo mar.
Llegó a una plaza que no existía cuando me fui. Era simple: un poco de verde y arena, viento que daba en la cara, un farol y un par de hamacas. Ella se sentó en una. Detrás suyo, me acercaba lento, como jugando, sin querer, el rol del pasado. A unos metros, pude ver que su pelo no era tan negro como me pareció en ese segundo sobre el micro: los soldaditos grises ganaban terreno sobre los azabache. Los míos se suicidaban antes de siquiera pensar la posibilidad de enfrentamiento.
Levantando la voz frente al viento, dije:
- Hola.
Ella se dio vuelta. Lentamente. Me miró con desconfianza, entrecerrando los ojos. Todo ella había envejecido, más de lo que se merecía. Seguía pálida, pero ya no brillaba, unas arrugas se acomodaban en el fin de sus ojitos. Aún vivían, pero atormentados por la experiencia. Habían vuelto a ser tristes.
Me miró largo rato y dijo con una voz intacta:
- ¿Sos vos de verdad o sos otro fantasma?
- No. Soy yo de verdad.
Respiró aliviada y me sonrió gigante.
- Entonces hola.
- Hola - repetí sonriendo también. 
Me senté en la otra hamaca y dejamos que el viento meciera un poco nuestros cuerpos. Un auto pasó a gran velocidad y sonido, y su mirada se clavó en la tierra. No la vi parpadear y me asusté un poco. Tal vez no había hecho bien en seguirla. No quería empeorar las cosas para ella. Más sabiendo cómo iban a terminar.
- Desde que te fuiste hay muchos fantasmas dando vueltas - dijo medio ida, medio asustada.
- Sí... Ya sé. Pero eso fue hace mucho. Ni siquiera los fantasmas viven tanto - traté de bromear.
- Los fantasmas siguen acá - dijo con tono nulo, y agregó bajando más la mirada- Siempre estuvieron, pero vos no los veías. Fingías verlos conmigo. Pero nunca los viste. Ni vos ni él los vieron.
Silencio y viento. Ambos vimos muchos años en los ojos del otro, algunos dolores en el rincón. Ambos vimos los anillos en los dedos, el de ella sólo era un recuerdo para no sentirse sola. Ella trató de hamacarse, pero de tan despacio que empujaba, el viento la mantenía en el lugar. 
- Le perdiste el miedo a las hamacas - dije, para que saliera de esos temas.
- Si y no - sonrió- Tenías razón: me tenía que animar, nada más. Me encantaron durante muchos años. Tengo uno en el patio ahora, ¿sabías? Uno amarillo.
- No. No sabía - sonreí yo.
- Ahora les tengo miedo de nuevo...
- ¿Por qué?
- Las velocidades me asustan.
Fui un estúpido al preguntar.
Silencio y viento. Me miró de arriba abajo mientras yo hacía lo mismo con ella.
- Perdiste los colores - dije. 
Y ella asintió con la cabeza.
- Vos te dejaste la barba - contestó. 
Y yo asentí también.
- ¿Por qué te fuiste? - preguntó de repente, rápido y sin mirar- No mientas.
Yo sí la miré. Era tarde para protegerla, pero aun así...
- Perdí la sombra - dije entonces- Y creí que eso sería bueno. Pero no. Tus pasillos se te escapaban, por la ventana, por debajo de la puerta. La Ciudad se oscurecía. No podía quedarme y ver cómo los edificios se transformaban en paredes y las calles en pasillos como en mis pesadillas. Tuve que irme, o nunca saldría.
- Sí... Vos saliste. Saliste, y después fui yo la que se perdió y no pudo salir. Te fuiste, y me dejaste ahí dentro, perdida y llena de fantasmas.
- Fui egoísta, vil, sí. Sentí que no podría manejarlo. Por eso no podía quedarme dentro... Traté de no dejarte sola. Él prometió que te iba a cuidar.
Bajó la cabeza, escondió su rostro. Eso no había cambiado. Ella quería que su dolor sólo fuera suyo, un secreto.
- Él nunca me dejó sola - dijo bajito- Pero nunca logró que dejara de sentirme sola. Y ahora es otro de esos fantasmas que no me quieren dejar en paz.
Y se acurrucó en sí misma, como una niña. Una imagen que en otros años me hubiera generado ternura, pero ahora sólo me traía lástima y piedad. Me levanté y la abracé despacio por detrás de la hamaca.
- Yo te quería - agregó, finalmente, demasiados años tarde.
- Yo también - dije triste.
- ¿Te arrepentís? ¿Si pudieras volver, repetir el juego, harías lo mismo? - preguntó sin moverse.
- No me arrepiento. Pero si pudiera volver, no lo vería todo como un juego. ¿Y vos?
- Yo nunca dejé de jugar.
Silencio y viento.
- ¿Querés que te hamaque? - pregunté sin soltarla.
- Despacito...

La acompañé hasta la casa. Reímos algunas sinimportancias. Nuestras sombras no se conocían y no querían hacerlo. Me invitó a pasar, pero lo rechacé. 
- No temas - dijo en el umbral- Ya no hay laberinto. Sólo un sillón viejo, una cocina, una pieza, un par de libros, un jardín, una hamaca...
- Te creo - contesté- Pero sólo vine por un pedacito de nostalgia, y me llevo todo un rincón.
- ¿Vas a volver? ¿Un día... con más tiempo? ¿Me lo prometés?
- Yo ya no prometo.
- Sí... lo supuse - dijo con ojitos tristes.
No era mi intención hacerla triste. Pero ahora, después de tantos tiempos, las cosas eran así.
- ¿Vas a estar bien con esos fantasmas? - pregunté con miedo.
- Las pastillas los mata - dijo con sequedad- Ellos me asustan. Me asustan mucho y no me dejan en paz. Pero yo no quiero matarlos. Sólo quiero que se vayan... ¿Está mal?
- Ojalá supiera...
Nos miramos, sabiendo qué palabra debíamos decir. Pero no lo hicimos. Ya estábamos grandes para esos juegos. Hay cosas que no deben repetirse.
Y la puerta se cerró. Escuché girar la llave dentro.
Entonces me fui. Volví al micro, a mi hogar, a mi familia, a mi vida que, sin querer, estaba siendo feliz.
Aquella fue la última vez que estuve en la Ciudad. 
Aquella fue la última vez que la vi.

2 comentarios:

  1. Respuestas
    1. Acabo de darme cuenta que eso es una linea que dice la señora de las muñecas en la obra ¬¬
      'Tas quemadísima

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