miércoles, 28 de mayo de 2014

Don Cualquier Hombre (II)

Una noche, Don Cualquier Hombre golpeó la puerta de una calle cualquiera, que quizá posee nombre en algún mapa olvidado de tanto que se recordó. Golpeó, como esperando que hubiera dado con la correcta por alguna tirada de dados del destino, tal vez por una apuesta a su favor. Porque a ese lugar sólo llegan aquellos que no saben dónde está.
Escuchó cómo sus golpes atravesaban la madera y viajaban por el aire del otro lado de la puerta. Los escuchaba lentos, tranquilos, sin tiempo, hasta que rebotaron en los rincones donde siempre mueren y vuelven como fantasmas. Fueron los ecos los que le abrieron la puerta.
Don Cualquier Hombre avanzó sabiendo que lo esperaban y que la puerta se cerraría tras de sí con otro eco implosionado. La negrura lo rodeaba. Lo susurraba, lo escalofriaba, lo cuervotizaba. Le era imposible precisar el tamaño del lugar, podía tratarse de un bar cualquiera como de uno infinito. La única luz que había, colgaba del techo que también era imposible de ver, y se sostenía miserablemente sobre la mesa de juego, un escenario repleto de arena lisa y opaca que formaba un semicírculo. Los demás hombres ya estaban sentados en sus lugares y sólo quedaban dos sillas por ocupar. La que dispondría de las cartas y la del último jugador. Don Cualquier Hombre se sentó allí sin decir nada. Lo habían esperado.
Durante unos momentos, el silencio fue total. Nadie se miraba, espantados por la idea de que los ojos también pueden decir, gritar y susurrar secretos. El juego se trata de esconderlos. Nadie desea perder antes de que se repartan las cartas.
Lentamente. Como siempre. Una figura oscura que humillaba a la negrura de aquel antro comenzó a acercarse por detrás de la última silla vacía. Ocultaba sus manos entre sus ropas y su rostro debajo de una larga capucha. Desde lo negro, los miró un segundo, y la luz apenas alcanzó para sugerirles a todos los jugadores una cara pálida y un par de huecos que los veía. Pero bajo la luz se les presentó algún otro. Un anciano se sentó en la silla vacía. Su rostro y sus ojos blancos lo declaraban muerto desde hace tiempo, al igual que sus ropas de polvo desgastado. También llevaba una boina verde, o quizá roja, que producía un fulgor que les recordaría a los halos de los ángeles si éstos no hubieran dejado de existir en sus memorias.
El Emboinado dirigió su mirada ciega a todos y les habló con palabras que no provinieron de su boca, sino que nacían en los oídos de ellos, disfrazadas de murmullos, de confidencias de una noche de esquinas que no termina bien o nunca.
- Se ocupó la última silla - susurraban las palabras del Emboinado- Quién sabe... tal vez demasiado lo hemos esperado. Pero llegó, quizá muy temprano para lo que es una espera. Aquí el tiempo es moneda corriente, es lo único que todos tenemos en común. Así que juguemos. Jueguen, con el tiempo que les queda en esta eterna sala de espera. Jueguen, hasta que se termine.
Frente a los jugadores, surgieron de la mesa de juego, como en un efecto opuesto al de las arenas movedizas, fichas y fichas de arena apiladas al mejor modo de los casinos. 
- Las cartas se reparten, en un juego que ya todos sabemos jugar. Quién sabe... tal vez demasiado bien. Así que apostemos. Apuesten, por el sentido que puedan encontrarle a la espera.
El Emboinado comenzó a mezclar las cartas. Poseía una agilidad inverosímil con sus manos de venas grises. Las repartió, y por primera vez, los jugadores se miraron. Don Cualquier Hombre se sorprendió al ver que uno de ellos llevaba una máscara, o mejor dicho, una no-cara, algo vacío, hueco, que hacía imposible verlo en realidad. Todos sabían que ese sería el primero en perder.
Mano tras mano, las fichas de la no-cara iban desapareciendo. Arriesgaba alto, apostaba demasiado de su tiempo rápidamente y los demás se encargaban de robárselo. A Don Cualquier Hombre se le ocurrió que a lo mejor le estaban haciendo un favor. Nadie que sepa mentir pierde así en el juego, a menos que se haya cansado de ir por ahí sin cara por haber olvidado la propia en algún fingir. Un jugador con sombrero fue el que terminó de robarle sus últimas fichas de tiempo, y la no-cara cayó, suavemente muerto sobre la mesa de juego. La arena comenzó a subirsele por la cabeza, como una peste que avanzaba por todo su cuerpo, hasta que quedó completamente cubierto.
El juego continuó. Las cartas seguían revelándose violentamente, se intuían en secreto y muchas veces eran ellas las que mentían. Las fichas, los años, se amontonaban en diferentes manos y vidas ajenas. Uno a uno, los jugadores iban convirtiéndose en arena, en un tiempo que perdieron mucho antes de entrar por aquella puerta. Cada vez que alguien perdía, el Emboinado se reía sin abrir la boca y les susurraba palabras halagadoras, e incluso a veces parecía aconsejarlos.
- Bravo. Recuerden que el peor pecado de un mentiroso es creer que nunca lo descubrirán.
- Estuvieron muy bien. Pero tienen que saber que en este juego, las pieles y cartas marcadas los harán perder. No confíen en sus pieles.
- Mentir no es la única forma de ganar. Tampoco la única forma de perder. Mentir sólo es la única forma de seguir jugando.
Tal vez pasó demasiado tiempo hasta que solo quedaron dos jugadores. Don Cualquier Hombre y el del sombrero tenían casi la misma cantidad de tiempo. El resto yacía muerto y arena sobre la mesa. 
- Algún día, un viento los esparcirá eternos - les susurró el Emboinado mientras repartía las últimas cartas- Ahora juguemos. Jueguen, hasta el último segundo que ganaron en esta espera.
Tal vez pasaron demasiado tiempo mirándose, viendo la mentira en el rostro del otro antes de apostar y jugar una carta. Tal vez sigan mirándose hoy, esperando algún error que les haga ganar. Tal vez lo cierto sea que Don Cualquier Hombre ganó, fingiendo revelar una verdad que en verdad era mentira. El del sombrero, muerto sobre la mesa se volvió arena, víctima de una mentira que había extendido sus patas hasta lo incalculable.
Don Cualquier Hombre vio las fichas y fichas de arena amontonadas frente a él. Todo ese tiempo ahora suyo que obtuvo de los demás jugadores, de los que no supieron fingir una verdad como él. Les ganó. Mintió y les ganó a todos. Ganó todo ese tiempo para seguir jugando. Para seguir esperando. Para seguir fingiendo. Para seguir. Seguir. Fingir. Esperar. Hasta tal vez un día descubrirse con una no-cara, un rostro vacío. Y seguir.
- Felicitaciones - le susurraron las palabras del Emboinado en sus oídos, mientras éste se levantaba de la silla y se infiltraba en la negrura hasta desaparecer- Usted ha ganado.
Y Don Cualquier Hombre supo entonces que él no era el mayor mentiroso allí.

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