martes, 21 de enero de 2014

Pasado por agua

Fui pasado por agua dos o tres veces ya. Y nunca quedé como nuevo, nunca como si el cordón no se hubiera roto. "El agua puede curar", dice mi mamá, sintiendo sus raíces de rió como venas. "El tiempo es el único que puede curar", dice mi papá. Pero se equivoca. El tiempo no cura nada, porque él también está herido.
La Ciudad se inunda. Los ojos se inundan. La libreta. El ayer. El mañana sigue en la superficie, flotando, perezoso, dejándose llevar por la corriente. Todo queda sumergido en un rincón imposible de alcanzar o siquiera soñar. Una bolsa de plástico, bailando en el aire, volando exageradamente alto sobre el mar, luchando contra el destino que lo llama a tierra. Y ni siquiera se pudrirá, porque no hay descanso. No hay tiempo en la Ciudad. Ninguna quimera monstruosa que nos despierte. No hay tiempo. No hay tiempo para preguntarse si en realidad uno merece esto, o quizás algo peor. Los pies fríos no pueden parar de correr. Ya tienen un destino, y los truenos, insomnio.
Todos tomamos lo poco que merecemos. A veces es apenas un abrazo. La mitad de uno, que se siente como la vida. Lindo, pero incompleto. A veces es dormir en un piso frío, llano, recuperador, lleno de polvillo. Dormir, también en una tormenta, en un Let it be, mientras la casa se inunda, junto al mundo, la Ciudad, los ojos, la libreta, el ayer, y ahora, también el mañana.

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