jueves, 30 de enero de 2014

La última gota

Y una puerta se abrió.
Lentamente. La oscuridad exterior se filtró en la casa luminosa y casi llega hasta el sillón, pero la sombra no entraría, divagaba en las hamacas rencorosas de la esquina. Había prometido no volver. Habíamos. Pero los de carne y hueso, solemos cruzar los dedos.
Entré, y cerré la puerta en silencio. Todo volvió a iluminarse. La noche se quedó afuera, y los pasillos reaparecieron ante mí. En menos de lo que vale la pena mencionar, volví a perderme, descaminando ese laberinto tan familiar como indescifrable. Cada giro repentino, cada esquina, era una esperanza que moría. Cada rincón, una memoria donde muchas veces gusté descansar, escribir. Pero hoy sería distinto. Sólo queda una gota de tinta para usar. 
Me adentraba en ese laberinto, y el silencio se volvía compacto, la soledad comenzaba a dejar marcas en la piel, la luz moría a cada paso. En una esquina traidora, la oscuridad me tapó. Era una distinta a la de la noche, ésta frazada no tenía luna ni estrellas. Ya había perdido. Otra vez.
A tientas, me acerqué a la pared y me moví, lentamente, hasta acariciar el rincón más cercano. Me acurruqué ahí, dispuesto a morir. Morir. Un poco por lo menos. Morir, para despertar en algún otro lugar. La vista, el oído, el olfato, el gusto, eran sentidos ya sin sentido para mí. Sólo podía apreciar la caricia nula del rincón. El corazón reducía su trote. Ya no quedaban esperanzas que bombear. Me acurruqué un poco más, abrazándome las rodillas, escondiendo la cabeza entre ellas, deseando despertar en el bar gitano, esperando que el rincón me comiera.
Una mano fría y pálida tocó la mía, creando el mismo contraste de siempre, devolviéndome todos los sentidos. Todo se iluminó hasta casi la ceguera. La manzana rosa debió inundar todos los pasillos con la esencia. Por supuesto. Ahí estaba.
- Hola - dijo, mirándome con ojitos contentos. No esperó respuesta para sentarse a mi lado- Te encontré.
- Yo era el que buscaba. Y no encontré - dije, mientras los pasillos desaparecían y resurgíamos de la luz en el rincón de un cuarto adolescente.
- Admito que el laberinto es difícil, sí.
- Nunca encuentro el centro, y mucho menos la salida.
- Demasiados callejones sin una. Demasiadas esquinas falsas...
- Y creo que me empieza a gustar el perderme.
- Dicen que no es sano.
- No... Pero me conocés. Ni verduras como.
Por la persiana se asomaba la electricidad de la calle vacía. A lo lejos, se escuchaban unas hamacas.
- Aunque... - continué diciendo sin mirarla- no sé por qué regreso. No debería volver. Ya tus ojitos no son tristes.
- Éstos son mis ojos ahora.
- Sí. Ya sé.
- Vos tampoco sos el mismo - agregó como en un reproche.
- Sospecho. ¿Pero en qué?
- ¿Te estás dejando crecer la barba?
- Ya te dije que no.
- Entonces no sé.
El cuarto tampoco era el mismo. Estaba limpio y ordenado, o por lo menos ya no había kilos de ropa en el suelo. Yo ya lo sabía. Sus ojitos no debían volver a ser nunca más tristes. Hay cosas que no deben repetirse.
Sin suspirar, me levanté del rincón, dirigiéndome a la puerta.
- ¿Ya te vas? - preguntó, algo parecido a una suplica- ¿No vemos una película?
- No. Estoy cansado de ficciones - y salí del cuarto. Me siguió hasta la puerta de la calle.
- ¿Por qué tan apurado? Recién llegás...
Ambos en el umbral. Un casillero que estábamos jugando hacía mucho ya.
- Llegué hace tiempo - dije- Sólo que era de noche, y no me viste.
Bajó la mirada, porque ella siempre siente que debe disculparse, pero no sabe hacerlo.
- La sombra está en la plaza... - agregué, casi como excusa- No quiero perderla.
- Yo tampoco quería perderla. Sólo pasó. La mía también debe estar ahí, pero esa ya no es mi sombra.
- Sí... Ya sé.
Tiremos los dados de una vez.
- ¿A qué viniste entonces? - preguntó bajito.
- A irme - contesté, y dí el paso hacia afuera.
Sus ojitos estaban tristes, pero no eran. Ya no. Ningún abrazo de despedida. Ninguna promesa a la deriva.
- Chau - dije yo.
- Chau - dijo ella.
Y una puerta se cerró.
Y la última gota de tinta cayó verticalmente desde el cielo.
Un punto final.

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