miércoles, 1 de enero de 2014

Primeras luces

No necesité demasiada ayuda para salir, sólo un par de brazos que no me dejaran caer por los escalones del bar gitano. Me gusta estar ahí. El vodka es barato, nadie pregunta nada, es un agujero de clandestinidad. Dos o tres paladas de tierra y podría ser también mi tumba.
Todavía algunos lanzaban juegos artificiales, pero ni la sombra les prestaba atención. Mis pasos se arrastraban un poco por el asfalto. Mi cabeza bailaba un poco con el viento noctámbulo. Había una caída inminente que guardaba hasta llegar a la arena. Creí escuchar unas risas lejanas, pero sólo era el eco de la plaza. Me perdí un par de veces. De repente me encontraba en calles que pertenecían a otra ciudad, o en calles reconocibles pero dadas vuelta. Al verme tan desorientado, un árbol me señaló el camino. Simpático.
Al llegar, me zambullí boca arriba sobre la arena, como si después mi mamá no me retara por ello. Igual que cuando chico, me era imposible dividir el cielo del mar. La negrura era completa, ni la luna se atrevía a brillar. Pero por primera vez, no quería verlo. Una sombra menudita se paró a mi lado y se quedó observándome. Me asusté. A veces da miedo recordar. Pronto, la sombra se disolvió con el mar.
El frío de la arena ayudaba con lo tomado, pero me recordaba que no había nadie a quien abrazar como hacía, exactamente, un año. Extraño más cosas que las que tengo derecho por recuerdos que quizá no merecí construir. Esta vez estaba solo. Tal vez siempre estuve solo. Tal vez sólo es una suerte de moderno Prometeo creado a partir de recuerdos y esperanzas muertas. Tal vez todos lo somos. O tal vez todos somos fantasmas. Fantasmas que aparecen y desaparecen de la vida de las personas. Tal vez nadie sea más que eso. Fantasmas. Llegó el momento de creer en fantasmas.

La sombra me despertó, jalandome el pelo. Llegué a creer que era alguien. Pero no era eso lo que me angustiaba, ni por lo que, de ser capaz, hubiera llorado. Había soñado que era niño de nuevo, que las rayuelas me divertían, que los muros eran altos y que odiaba a los perros. Y que mataba a un colibrí negro. Era hermoso, pero era malo. Mi papá no sabía eso, y se enfurecía... Hay cicatrices que sí sé cómo se hicieron, que aún no sanan y prefiero no ver.
Me levanté para observar mejor. Hay un amanecer en el océano que todavía no he visto. Tampoco fue ese que trajo las primeras luces del año. El pantalón se me caía. Me olvidé el cinturón. Temo que haya una razón ulterior de eso. En realidad temo temer eso.
Me dí cuenta que olvidé el celular en el bar, y me fui sin rituales, sin prestarle atención a la sombra menudita que me despedía con la mano.
En el bar, el Gitano me dijo:
- Una piba de ojitos tristes te busca. Está en el rincón.
Por supuesto. Ahí estaba sentada. Me acerqué.
- Dejaste tu celular - dijo.
- Si. Ya sé - contesté, y lo tomé de la mesa.
Fantasmas...
- Está tu sombra en la playa - le dije.
- Esa ya no es mi sombra.
- Sí... Ya sé.
Llegó el momento de creer en fantasmas...
- ¿Qué te pasa? - me preguntó, y durante un segundo no supe si irme de allí o pedir dos vodka.

Todavía estoy en ese segundo.

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