sábado, 11 de enero de 2014

El Carnaval (quizás) del Mundo Entero

En las épocas en las que la sortija de la calesita era una reliquia inalcanzable y los terrenos baldíos zonas de guerra eterna contra los yuyos, solía llegar el Carnaval a la Ciudad. Quizás al mundo entero. 
La primera vez que lo vi, recuerdo, fue aquella tarde remota en que mi padre me llevó a conocer el hielo. ¿O eso fue algo que leí? Ya no puedo estar seguro. En muchos de los libros que leo o en muchos de los sueños que sueño, encuentro situaciones y personajes que ya había vivido y visto alguna vez en el Carnaval, lo que me lleva pensar que es posible que ese gran telón de circo que nos invadió durante tantos tiempos no fue más que una fantasía colectiva que nos permitimos vivir... o la vida, tal vez, no es más que un gran telón de circo que nos permitimos fantasear... o quizás la fantasía no es más que una vida que nos permitimos cirquear.
El Carnaval siempre llegaba de repente y en el momento menos oportuno. De un minuto al otro, todos los rincones de la Ciudad eran invadidos por una horda de todo tipo de atípicos sujetos que reían de millones de formas diferentes, aunque todos con pocos dientes. Siempre se pregonaba el regreso -cada 3 años, supuestamente-, pero también siempre se retrasaban de flojos, desprolijos y poco honestos que eran. Se dice que perdían la noción del tiempo cuando les tocaba pasear por las calles de Francia. Es posible. "¡Oh, Francia!" exclamaban todos con los ojos lagrimosos cuando, por casualidad, escuchaban el nombre de La Dulce. Es una suerte -y sólo es una expresión- que el Carnaval se retrasara tanto, porque cada vez era mayor la cantidad de personas que decidían irse con los pocodientes cuando éstos empacaban sus valijas, con sus pañuelos de colores y sus fantasías, y se marchaban. Si el Carnaval no hubiera dejado de aparecer, a la larga, hubiéramos quedado vacíos, todo el mundo se hubiera ido con ellos, y el mundo entero sería parte del carnaval. Incluso sin saberlo. Mi mamá, que nunca le gustó el movimiento carnavalesco, dice que eso fue exactamente lo que pasó. Sólo mirá la televisión. ¡Mirá la televisión!, me dice.
Recuerdo entre los extraños personajes que llegaban con el Carnaval a los vendedores de elixir, las gitanas que leían el futuro con los pelos de tu cara, goliardos obesos, los ciegos que bailaban tango, trapecistas en los árboles, borrachos de todos los alcoholes, príncipes mendigos, psiconautas, malabaristas sin sueños, ladrones de besos, bicicleteros de Irlanda, payasos tristes, titiriteros de medias, bailarinas lloronas, panaderos chantas, detectives sin resolver, misterios privados, capitanes de barcos hundidos, escritores, trocadores de sombras, mecánicos del corazón...

En una oportunidad, en una vereda del Carnaval donde todos reían a carcajadas y bebían vino de floreros y meaban mientras hacían todo eso junto, me crucé con un hombre de aspecto vagabundo, sentado en la sombra de un árbol. Tenía una latita vacía y un cartel que decía: "No quiero tu ayuda".
- ¿Y qué es lo que quiere? - le pregunté con inocencia.
- Hacer esto...
- ¿Estar bajo un árbol... sin querer la ayuda de nadie?
- Sí.
- ¿Y para qué tiene la lata?
- Por las dudas...
Y yo por las dudas, puse dos pesos.


Una noche, entré a una casa donde se amontonaba demasiada gente como para pasar desapercibida. Ventaja de niños: pasar por entre los cuerpo de los mayores. Delante del tumulto, pude ver a un hombre enorme, con piel de desierto y bigote de persa, que presentaba a otro muy flaquito y encadenado.
- ¡Este hombre es Dios! - gritaba, y la gente ahogaba un suspiro de sorpresa.
- ¿Cómo sabemos nosotros que realmente es Dios? - gritó uno, medio en pedo.
- ¡Yo mismo lo vi con mis propios ojos! - contestó el grandote- ¡Le da de comer a los pobres, acompaña a los enfermos, le sonríe a todos por igual, escucha con interés, le da el asiento a las viejitas en el colectivo, sin prejuicios mira a los ojos, y levanta la caca de los perros ajenos!
El público luego de un segundo de perplejidad comenzó a aplaudir con felicidad. El flaquito ni se inmuto. Y entre los gritos y aplausos se escuchó la voz de un niño:
- ¿Y por qué lo tienen encadenado?
Todo el mundo calló. El flaquito me miró, lleno de lástima.
- Porque yo - dijo el bigotudo- soy Satanás. ¡El Diablo! ¡El mismísimo Mandinga! Crean, o revienten.
El público no dijo nada. Algunos se miraron entre sí, levantaron los hombros, y se fueron. Los siguieron todos los demás, yo incluido.
Dios y Lucifer se quedaron en esa casa y no salieron nunca más. No les cabe la onda del Carnaval, al igual que a mi mamá. Demasiados pecados, dicen los tres.


Una vez, el Carnaval trajo un laberinto. El dueño lo cargaba sobre un camión y proclamaba que era el más pequeño y difícil del mundo. Se veía por fuera que era un cubo negro, no muy grande. Lo colocaron en la plaza y comenzó la fila para ingresar.
- ¡Vengan, vengan! ¡Entren al laberinto más difícil y pequeño del mundo! ¡Entren, vengan! Sólo pueden entrar una vez. ¡Sólo una! Y nunca más.
Emocionado, hice la fila, y veía cómo la gente entraba y salía al minuto con cara de confusión. Por fin, crucé el umbral y entré.
Estaba muy oscuro. La única iluminación que había era la luz natural que se arrastraba desde la entrada. No había pasillos. No había nada. Me acerqué a las paredes, acaricié los rincones, y no encontré nada. Busqué de nuevo. No encontré. Me sentí perdido, como en todo laberinto.
Me dí media vuelta y salí por el umbral de luz.
- No gané, ¿verdad? - le pregunté al dueño, que llevaba una capa roja y galera de ajedrez.
- No, mi niño - me contestó, y guiñándome el ojo y bajando el volumen de su voz agregó- Si alguna vez quieres salir de un laberinto nunca debes mirar atrás.
- ¡Pero la busqué! ¿Me jura que este laberinto tiene salida?
- ¡Por supuesto que tiene salida! Sólo que vos no la encontraste.
Dicen que nadie la encontró. Y que desde ese día, todos los que entraron se sienten perdidos. Pero por lo menos yo sé el secreto. 
Alguna noche de estas, lograré salir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario