lunes, 30 de diciembre de 2013

La noche inolvidable

Mira el noticiero.
- Hoy son 9 años.
- Sí, ya sé, má...


Esperábamos esa noche desde hacía varios días. Que una banda tan conocida como esa se presentara en un boliche de Buenos Aires no era una ocasión muy común, y ese fue el argumento clave que mis amigos usaron para convencerme a que vaya. No era algo que me interesara demasiado (ellos siempre fueron los fanáticos), pero finalmente cedí a la idea de disfrutar aquella noche que prometía ser inolvidable… En eso tuvieron razón. Lo fue. Al menos para mí.
En la fila se entonaban las canciones más famosas como si fueran himnos. Recuerdo que mis amigos se reían porque yo no conocía la letra de ninguna. Intentaba que no se notara, tarareando las que me sonaban, pero no había caso. Todo quedó a un lado cuando las puertas se abrieron. Entramos a los empujones, adentro estaba mucho más oscuro y repleto de gente. Para llegar hasta cualquier lado había que pasar por ese lugar casi inexistente entre espalda y espalda de las personas… Mucha gente. A ninguno nos importó.
Íbamos por el segundo vaso de cerveza cuando las luces del escenario se encendieron y la banda comenzó a tocar. El público pareció explotar con gritos y chiflidos, enloqueció. Y para el gusto de mis amigos, yo también. No sé bien cuando pasó: alguien encendió una bengala y la movía al ritmo de la música. Todos festejamos la idea. En ese momento, tampoco a ninguno nos importó.
No pasó mucho tiempo de eso. En medio de una canción, sentí cómo algo comenzaba a posarse suavemente sobre mi cabeza y hombros. Caía del techo. Extrañado, pero lejos de preocuparme, abrí la palma de mi mano, como esperando que mágicamente fuera lluvia. No. Sólo tarde un segundo en averiguarlo. Eran cenizas.
Las luces se apagaron y la música dejó de sonar. El rechazo del público, que estaba lejos de adivinar que pasaba, se hizo presente. Entre los duros empujones traté de distinguir a alguno de mis amigos, pero era en vano. No podía verse nada. Los llamé a gritos con el mismo resultado ya que todos estaban haciendo lo mismo. Pero hubo un grito que se alzo entre todos, un grito que nunca podré olvidar y ahora regresa en mis noches de verano para encender el infierno de las pesadillas. Aquel grito, digno de una película de terror, nos trajo a todos a la realidad: las llamas avanzaban rápidas e indiferentes a nuestros deseos de vivir.
Todo fue muy confuso y turbio. En un acto reflejo, lo primero que apareció en mi mente fue la salida de emergencia y busqué alguna señalización entre la pesadez del humo que borraba todo y comenzaba a llenar pulmones. Cansado de empujar, llegué a la puerta metálica sólo para descubrir que estaba cerrada. El resto de las personas golpeaban la puerta al grito de “¡Abran, abran!”. ¿Realmente existía en ellos la esperanza de que la puerta se abriera? Yo no guardaba esa esperanza, no me iba a quedar ahí, y corrí a la entrada.
Me es difícil pensar que en todo ese tiempo que pasó, no se me ocurrió averiguar donde estaban mis amigos en aquel caos. Tal vez tenía demasiado miedo y quería salvarme, pero ese razonamiento nunca podrá quitarme la angustia y culpa que siento.
El fuego se avivaba más y más, mientras yo luchaba por escapar de ese lugar como fuera, corriendo casi sin respirar, pateando zapatillas ya sin dueños. En la puerta, el rose del aire fresco enturbecía aún más a la multitud que se aplastaba entre sí. La desesperación de la gente me empujaba y golpeaba. Tengo el recuerdo fugaz de una chica que avanzaba muy cerca delante de mí, y en un segundo, tropezó, perdiéndose para siempre debajo de los cientos de pies impotentes. Como los míos, que aseguran con sufrimiento que no fue a la única persona que se vieron obligados a pisar para escapar.
Luego de unos minutos eternos, logré salir. Aire puro contaminado de la gran ciudad. Afuera era otro mundo, sin embargo el caos era el mismo: las sirenas de las ambulancias, bomberos y policías me aturdían, no podía pensar, había gente corriendo hacia todas partes, gritos, gritos. Gritos. Me alejé unos metros sin motivo. El cuerpo estaba cubierto de negro, los ojos ardían, tocía sin parar. Parado en la mitad de la calle como una sombra, veía las camillas entrando y saliendo de las ambulancias llevándose a chicos inconscientes, quemados, sangrientos, todos negros por el humo. La vereda estaba colmada de heridos y de personas que lloraban por sus amigos. Fue ahí cuando me acordé de ellos y corrí hacía allá, esperando encontrarlos. A mitad de mi carrera, alguien me tomó por la espalda, me puso un respirador en la boca y me subieron a una ambulancia que prácticamente ya había arrancado. Tenía que encontrarlos. Mis amigos podían estar en esa vereda, ¡podían estar en esa vereda! Sin pensarlo, quise sacarme el respirador y saltar de la ambulancia, pero alguien me detuvo y dio un grito que no logré entender. “Podrían estar en esa vereda…”
Lo siguiente que recuerdo es despertar en un hospital. Mi madre estaba ahí y lloró al verme abrir los ojos. Casi no pudo decir nada. Con la garganta dolorida y crujiente, le pregunté acerca de ellos. Fue un segundo que el tiempo se olvidó de dictar. “No pudieron salir” fue todo lo que me dijo y se dirigió una mano a la boca tratando de ahogar el llanto. Tres palabras fueron. Sólo tres, para que mí interior se rompiera. Me ahogué. Lloré. Grité. Lloré, sin saber cómo llorar, sintiéndolo todo inútil. Nada drenaba el sufrimiento, no había forma de que desaparezca. Después de eso, mi interior ardió, y arderá por siempre, como esa noche en Cromañón.
Tres palabras son más que suficiente para destruir a alguien por completo.
Al día siguiente, un médico se sentó en una silla al lado de mi cama y comenzó a explicarme los estudios que iban a hacerme para encontrar alguna secuela de aquella noche en mi cuerpo. No quería escucharlo. Finalmente, terminó de hablar y agregó: “Tuviste suerte”. Lo miré. ¿Suerte? Mi enojo se vio reflejado en la fuerza del golpe que le proporcioné al doctor en la cara, haciendo que cayera al suelo desde la silla.
Viejo pelotudo. ¿Suerte? Morir cómo el resto de mis amigos esa noche hubiera sido suerte. Que ellos hayan logrado salir de ahí antes de que sus cuerpos se desmayaran con sus pulmones colmados de humo, condenándolos a ser parte de las  docenas de víctimas que esa noche el fuego se llevó. ¿Para qué quiero esta suerte? ¿Para vivir? Yo vivía antes de esa noche. Ahora no estoy seguro de qué es lo que estoy haciendo. Lo hago todo sin hacerlo, sin sentirlo. No puedo si quiera respirar hondo sin toser como esa vez. Los doctores me dicen que todo eso es normal tras una situación como la que viví, que pronto todo se me pasará. Mientras tanto, las zapatillas siguen colgando.

No sé cómo volver a vivir. A veces pienso en tirarme desde el balcón. En apurar el trabajo que el fuego está haciendo en mi interior, y respirar un poco de aire puro antes del fin. No sé cómo volver a vivir con esto en mí. Lo recuerdo todo. Recuerdo cada momento, cada sensación de pánico, la cantidad de chicos llorando en la calle, la última vez que vi a mis amigos… Y lo daría todo por no recordar, para que tal vez así, el 30 de diciembre sea sólo un día más en el calendario. Eso sí sería suerte. Pero es algo que no pasará. Al menos para mí.

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