viernes, 13 de diciembre de 2013

Porque el cielo no se entierra

Volver al lápiz y al papel, a la lapicera y al desastre azul, ha de ser un ejercicio liberador. Las ideas dejarán de volar y piar desconsoladas en mi cabeza infestada de ecos y hojas por leer. Se alejarán (no muy lejos, por favor) volando sobre el mar pálido, y tatuarán su oleaje con palabras que a veces les encuentro sentido. Y así debe ser. Para que no mueran antes de experimentar ese poder de volar a plena libertad. Ya muchas murieron sin saber si quiera agitar las alas.
Hace unas semanas, sentí patear algo. Me costó distinguir que era un pajarito. Se habría caído del nido (¿cómo se les dice a la cría de las aves?), casi no tenía plumas: podía ver a través de la leve piel sus órganos rosados, ver cómo sus pulmones se llenaban y vaciaban cada vez con más dificultad. Unos ojitos negros casi cerrados no miraban más que el cielo, como a una promesa que se acaba de romper. Podía escuchar su pecho hacer una especie de tac-tac... con cada latido de su corazón. Tac-tac... Miré al cielo yo también, en busca de su madre... Tac... tac... Pero Celeste no mostraba ni una nube... Tac... tac... Cuando bajé la mirada, sus pulmones se vaciaron por última vez, mientras el pico intentaba atrapar un trozo de aire. Tac... Se abrió un poquito, sin resultado... Y murió.
Mi mano, con una esperanza infantil que a veces tenemos todos, lo abrigó, le dio golpecitos con el dedo. No sabíamos que hacer, mi mano y yo. Había muerto. ¿Y qué se hace con un ave muerta? Nunca me pareció correcto dejar a los animales así, muertos, en el suelo, a un costado de la calle, de la ruta, de la vida, como si nunca la hubieran experimentado. "Así es la naturaleza", dice mi mamá. No me importa.
Tampoco me parecía correcto enterrarlo. Era un ave. Un habitante del cielo. No se los puede condenar a lo grotesco de la tierra, a que se los coman los gusanos cuando la cosa es al revés. Su entierro debería ser allá arriba, en una nube, blanca y eterna, que llueva lágrimas por cada lamento del plumífero. Pero yo no podía hacer eso. No me daba la poesía para tal vuelo. Pero cuando lo pensé, tampoco me correspondía. Su madre tenía derecho a saberlo. De lo contrario, me imagino, llegaría al nido y no lo encontraría nunca, y se pasaría la vida buscándolo, como también hacen muchas madres humanas. "Una madre es siempre una madre". Eso lo dice mi papá.
Me acerqué al árbol del que supuse que cayó el pajarito y lo acomodé en un montículo de pasto que se escapaba de una baldosa. Sus ojitos aún soñaban con Celeste.

Al día siguiente, pasé por aquel árbol de nuevo. El ave ya no estaba en su cama de pasto. Sonreí. "Su madre llegó y se lo llevó a alguna nube donde podrá descansar" pensé.
Ahora se me ocurré que capaz se lo comió un perro.

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