domingo, 22 de diciembre de 2013

Esencia

Un saco viejo, bastante cuidado, color azul, hilos finos. Un buen saco, que no se lucía hacía mucho, volvió a bailar en un cuerpo más joven que su dueño anterior. Y más bruto también. Al joven no le importó, se emborrachó con él esa noche, lo empapó de alcohol, lo tiró sobre una silla para que luego cayera sobre el suelo pegoteado. Luego fue amanecer y arena todo lo que lo rodeaba.
En el ritual, algunos valientes se zambullen al mar, con todas sus alegrías y toda su borrachera. Dejan atrás sus ropas sobre la arena y se olvidan de la tierra un momento. El saco, antes definido de color azul  -cosa que a estas alturas es algo difícil de hacer-, esperaba a su joven dueño que disfrutaba de la llanura azul, cuando otra joven tomó la aventurera decisión: se sacó el vestido con una risa y corrió hacia el mismo mar que una vez la recibió con los brazos abiertos. Su vestido cayó sobre el saco, y simplemente pasó... A primera vista. A primera piel. Permanecieron todo el tiempo abrazados, una manga rodeando la cintura, una solapa besando el espacio entre los pechos, contagiándose y mezclándose sus aromas en una esencia que el otro nunca olvidaría: un poco de vino... manzana rosa...
Sus dueños seguían un procedimiento menos conmovedor. Jugaban, al igual que siempre, como hace el vaivén de las olas, persiguiendo y rechazándose la mirada. Pero el mar siempre fue un aliado, y lo que la tierra endurece, el silencio salado ablanda.
El abrazo fue frío y mojado, cálido también. El mar compuso un vals para ellos y la marea se los obligó a bailar. La vil vergüenza se hundió en lo profundo, junto con algunas esperanzas. 
Salir del agua lo volvió todo más difícil y real. La resaca ya picaba las cienes y retumbaba en el estómago. El saco temía que su dueño lo separa del vestido, pero éste último ya lo sabía. Conocía la historia. Hay cosas que no deben repetirse, escuchó decir al joven una vez.
El viento secó los cuerpos. Secó las gotas y lo último que había sobrevivido entre ellos. El pudor la había invadido y se tapaba, como la primera vez. Él le alcanzó su vestido. A pesar de la arena, sus flores seguían brillando. Colocó también su saco en los hombros pálidos de ella. Él tenía sus trucos.
El camino a la casa fue aburrido, sin nada. Hay cosas que no deben repetirse. Pero las prendas disfrutaron ese último viaje, esa última promesa, la que nunca tendrían esos jóvenes, con la que juraron no olvidar el aroma, ni el tacto de sus pieles de tela. A un paso del umbral, con un movimiento triste, ella devolvió el saco a las manos del dueño.
- Chau - dijo ella.
- Chau - dijo él.
Y una puerta se cerró.
En el retorno que siempre fue silencioso, el joven enterró el rostro en su saco mugroso. Respiró todo el aroma. La esencia que siempre fue de ellos: un poco de vino... manzana rosa...
Él tenía sus trucos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario