sábado, 28 de diciembre de 2013

El Poeta (III)

En mi vida, me crucé un par de veces con el Poeta. Es un tipo alto, de zapatos azules gastados y que siempre se lo ve con un maletín lleno de papeles. No le gusta escribir, pero lo hace porque es su condena, porque de algo hay que morir.
Hace ya varios años, lo vi en una placita. Estaba sentado en la cima del tobogán y no dejaba tirarse a nadie. Los niños lloraban e iban y le decían a sus padres que ese hombre no los dejaba jugar. Pero los padres sabían que no hay que molestar al Poeta mientras escribe, y convencían a sus hijos de jugar a otra cosa. No tenía sentido enojarse con él, no llegarían a nada; tampoco lo hace por maldad, sólo por la necesidad de ser distinto a todos, alguien único contra la gestión de la producción pseudoheterogénea de la Humanidad.
Yo ya era grande para jugar en la placita. Había ido a escribir, como él, pero elegí un lugar más modesto para hacerlo. No sé porqué no subí al tobogán. El Poeta era una máquina de escribir a mano. Podía apreciar su expresión de emoción volcánica y cómo su mano no llegaba a transcribir al papel todo lo que su mente le dictaba. Y de repente se detuvo. Exhaló todos los restos de poesía que le oprimía el pecho y lloró una lágrima. La lagrima del Poeta. Así supe que había terminado algún poema, de esos que duelen en la sombra y se llora en rincones. Como un amor que te corresponde las noches de arena y desaparece en el amanecer del mar.
Mi mamá dice que el Poeta tuvo mujeres pero no amor. Que lo busca en esa virgen pálida y en los diamantes del cielo. Que es una persona muy triste, pero que él no lo sabe.
Lo cual es más triste, dice mi mamá.

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