jueves, 26 de diciembre de 2013

Hay un amanecer en el océano que todavía no he visto. También varias sonrisas y lunares, y silencios que no supe escuchar. Todo se me acumula, como la gota de tinta en el filo de la lapicera. Una sobre otra, se amontonan las mañanas que no recuerdo, también las que tuve que olvidar, como hojas de estudio sobre la mesa de luz. Y no quiero saber nada con ellas. Me dejo estar, en recuerdos inventados, en cicatrices tristes que no sé cómo se hicieron. 
"¿Te estás dejando crecer la barba?" me preguntó. No. Sólo me dejo estar. Me gusta estar. Me estoy dejando crecer las nostalgias, me estoy dejando crecer los edificios que me rodean, los finales abiertos y las páginas en blanco.
Hay frases y personas que me gustaría siempre tener en mi bolsillo. Un susurro que me acompañe a descubrir por qué el viento calla tantas cosas sabiéndolo todo, o a buscar ese amanecer que no espera a nadie y aparece mientras todos duermen.
Mi otro yo se perdió en el bosque, entre la copa de los árboles. Suelo extrañarlo, aunque yo sé que yo debo estar bien sin mí. Y ahora hay un humo invisible, como hecho de cantos mudos, que hunde la Ciudad en un desierto en el cual todas las personas rompen sus relojes de arena y se arrastran, y se chocan las cabezas, buscando sus granitos de tiempo. Pero no, señores. No hay tiempo en la Ciudad, vuelvan al trabajo. No hay tiempo. Corten el árbol con el niño arriba.

Cicatrices tristes en una piel sin memoria. Recuerdos inventados que ayudan a dormir. Montones de nostalgias que crecen como edificios. Frases en el bolsillo de personas que creo conocer. Yo, nadie en plural.
Me dí cuenta, que el que estaba roto no era el espejo.

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