viernes, 20 de diciembre de 2013

El Poeta (II)

En mi vida, me crucé un par de veces con el Poeta. Es un tipo alto, de tes incierta, con ojos indecisos que no suelen ver aquello que son las cosas, aún menos las personas. Él nunca ve a nadie.
La primera vez que lo vi, yo era un niño, y él ya tenía barba y sombrero. Siempre usa sombrero, nunca uno igual. (Creo que no le gusta su pelo, o tal vez sólo trata de ocultar su calvicie). Ese día, mi mamá me llevo a la playa para que me moje los pies en el mar -ella no sabía que se iba a convertir en un vicio para mí-, y apenas sentí el frío mojado en mis dedos, el Poeta surgió de las aguas. Estaba completamente vestido, su cara se ocultaba tras la cascada que caía desde su sombrero. Yo lo vi, pero él no me vio. Él nunca ve a nadie.
- ¿Quién es? - le pregunté a mi mamá.
- Es el Poeta. Le gusta hacer eso para inspirarse.
En ese momento me pareció la cosa más rara del mundo, tanto el hombre como la acción. Hoy, entiendo al Poeta, al menos en cuanto al mar. A veces es necesario la triste acometida de la musa para continuar con la tarea, sin importar que eso signifique resistir el abrazo frío, energético y vil de las olas, o el beso en el cachete que tienta rozando los labios. Ambos generan lo mismo: te dejan congelado, con la sangre hirviendo y en busca de más.
El Poeta sabe, y ahora yo también, que la única cura en esos casos es una pasión violenta con nuestra amante pálida y virgen, o, en su defecto, un vaso de vodka.

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